sábado, 10 de abril de 2010

En el valle de los puentes hoy hace sol.

Me mudé aquí un par de días para bailar sobre un suelo que no dañe tanto como el odioso parqué, y para disfrutar del calor (¡calor!) que se respira hoy en el aire.
Vale, también esperaba verle aparecer por algún resquicio de la orilla, pero dudaba que fuera a ocurrir. Aquel día la otra orilla parecía muy lejana.
Así que bailé un rato, sin esperanzas, pero en seguida me encontré tumbada sobre la hierba cantando espectros de melodías cortadas.
Pensaba acerca del verano, y de lo que deseaba y ansiaba. Además, intentaba descifrarlos.
El deseo de lo inalcanzable.
Lo que más anhelas es llegar a ello y quedarte a su lado un rato, ¿no? Pues bien, yo me decidía entre dormirme y dejar a los sueños todo el trabajo, o dibujar.
Pero, ¿dibujar?, aquello era como lo que haría cualquiera otra persona. Yo no hacía esas cosas. Es decir, sí dibujaba. Pero necesitaba otra manera de alcanzarlo.
Mi desesperada pregunta era, ¡¿cómo?! Cómo hacerlo.
Sabía por experiencia que aquello no llevaría a ninguna parte, sabía que por mucho que pensara en mi deseo, no iba a conseguir reinventarlo allí mismo... ¿o sí?
Una idea delgada, flexible, se formó con la volubilidad con que una serpentina pasa de ser un dibujo perfecto a solo un papel enredado.
Esperaba que él no se enfadara por llevar a otra persona hasta allí, hasta nuestro valle.
Sintiéndome insegura y un poco culpable, bailé otra vez haciendo sonar mi cascabel con giros punzantes. Tenía una idea, una voz en mente (no esa voz, ¿eh? esta vez era otra, totalmente irrelevante comparada con esa), solo esperaba que mi llamada no alertara a la persona equivocada.
*Vamos...* pensaba, *... ¡vamos!*y, entonces, como por arte de magia una silueta comenzó a recortarse en el río, no lejos de donde yo estaba. Bueno. Antes de correr hasta ella parecía menos lejos.
Corrí y llegué hasta un desconcertado joven que me saludaba con la mano en alto y protegía sus ojos del sol con la otra. Sonreí, encantada. Y muy nerviosa.
Me acerqué y no tuve que decir nada, él se encargó de tirar de mi cintura (más bien de enganchar mi pantalón) y arrastrarme hasta quedar pegada a él.
*Hey...* ¡Esa era la voz!
Contesté con una sonrisa levantando la cabeza (no era demasiado alto, pero sí más que yo) y me encontré con otros ojos azules, no tan fríos ni serios, si no mucho más joviales: simpáticos, traviesos. Y en la luna, cómo no. Eran unos ojos despistados, reí sin poder evitarlo.
Tampoco había nada que descifrar. El único enigma de aquella mirada (incluso para él, sospeché)
era lo que iba a hacer a continuación.
Sin poder contenerme más le fui a dar un abrazo, pero un amago de sonrisa me detuvo al adelantarse hasta mis labios. Mmmm. Me gustó tener cerca aquellos dientes perfectos.
¿Darían mordiscos perfectos? Me reí en su boca y él se inclinó más sobre mí, totalmente en su mundo.
Me alegré de que fuera tan atractivo (por varios motivos), ya que si no probablemente nunca habría escuchado aquella voz londinense.
Me soltó por fin, y nos quedamos muy cerca algún tiempo, con la mirada perdida en la boca del otro. Sabíamos que el encuentro había terminado.
Se separó, brusco (supe que sin pretenderlo) y, echando solo una mirada atrás (cómplice, yo sonreí), se perdió en el sol, que ya se quería ir.
Yo me dejé caer sobre la hierba, aún temblando... y luego me eché a reír, cayendo sobre la hierba de espaldas.
¿Más secretos, Cobrin? Dijo una voz en mi cabeza.
Sí, Layla. Sí.




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