jueves, 29 de abril de 2010

Recuerdo los efectos secundarios.

Parecía que si me movía se desgarraría un nudo de sentimientos turbulentos en mi interior. Por eso me había dormido aferrada a mi cuerpo, atándolo todo para que no se me escapara en sueños.
Para no despertarme gritando y llorando en medio de la noche, como sabía que podía pasar.
Y eso no podía pasarme allí. ¿Cómo lo explicaría? Nadie... muy poca gente me veía llorar.
Así que, como víctima de implosión propia, cuando me desperté solo fue porque me obligaron... me habría quedado allí, en mis sueños. Ni siquiera los recuerdo. A lo mejor no eran sueños cómodos, ni apacibles, a lo mejor revivían aquella tarde. Pero no los recuerdo, solo recuerdo que al despertarme quise volver, no hacerlo.
Me sangraba la nariz, ¿dónde estaba?, ah sí, era lo de la implosión. El por qué, misterio. Pero me sangró toda la mañana y durante el viaje de dos horas largas en coche con mi tía y Michael.
Michael ayudó mucho, la verdad. Su voz fue como adrenalina inyectada, y poco a poco me paró de sangrar la nariz, empecé a reírme de verdad con las bromas de mi querida tía, que ni se imaginaba la razón de mi sonrisa lúgubre.
Había dormido bastante pero tenía ojeras, y el optimismo me había dejado un poco sola. El pesimismo también, ¿eh? Más bien me dejaba llevar. Sentir las ruedas del coche tan rápidas, ver pasar las cosas, sentirme avanzar me hizo pensar mucho. Me hizo ser fuerte.
Tenía que serlo, ¿vale?
Con lo que yo no contaba... era con todo lo que me esperaba en mi destino. ¡Lo había olvidado!
Allí no se podía no sonreír.
Era imposible preocuparse de otra cosa que no fuera completamente irrelevante.
Aquel lugar tenía magia.
Menos mal... recuerdo que pensé cuando me abrazaron todas. Menos mal que él siempre estaría allí para curarme cualquier herida con su sal de mar.
Aquel pueblo nunca iba a dejarme sola, pensé.
Ni siquiera miré atrás y eché a correr con todos, esta vez, sonreía de corazón.

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