martes, 7 de diciembre de 2010

Él, con su habitual combinación de pantalones de cuero y pecho desnudo, tocaba la guitarra en un rincón oscurecido por el humo de algún cigarrillo. Yo lo miraba de soslayo, con los brazos colgando inertes a ambos lados de mi cuerpo, el micrófono era lo único que daba vida a aquel bulto retorcido que era mi cuerpo, mi puño se había puesto blanco al sujetarlo con tanta fuerza.
Aquella posición era tensa, por muy relajada que pudiera antojársele a mi otra yo, que me miraba mientras tarareaba contenta aquellas canciones de los 90 que tanto nos gustaban. Pensé que era ridículo comunicarle de ninguna manera mi sensación de fracción incoactiva, porque ella era yo. Resoplé mientras la sala adquiría una percepción distinta con el vapor rosa que arrojaba mi tercera yo, la imposible, que discutía muy concentrada con uno de los dobles de él enfrente de una partitura que, me pareció observar en uno de sus vistosos y rápidos movimientos al pasar de las manos de uno a otro, ya no podía tener más flechas, ni nada que pretendiera poder ser leído. Y yo solo podía resoplar; era tan obvio. A mí se me escapó una risa que sonaba a energía digerida, y él me lanzó una mirada enfadada a la vez que me arrancaba la partitura de las manos.
Yo no tenía ni idea de qué pasaba conmigo, pero a él no le estaba gustando nada lo que tanto esfuerzo parecía (por mi ceño fruncido; no sabía que supiera fruncir el ceño) que me estaba costando explicarle. La yo de la respiración agitada y el micrófono estrujado en la mano derecha enarcó una ceja mientras se incorporaba y, sin miramientos, se llevaba el micro a la boca y empezaba a cantar, reconociendo su señal. La ceja era porque era consciente de las ganas que debía tener el él de la partitura de asesinarme, sabía cómo de odiosa podía llegar a ser cuando hablaba con aquella expresión de confianza y certeza. Cantaba como había oído cantar en las canciones de mis queridos Manic Street Preachers, preocupada y letal, eléctrica y destada, me dejaba guiar por aquellos riffs que mutaban cada pocos segundos en manos del él al que le correspondía interaccionar conmigo: el él que llevaba horas haciéndome estremecer con cada giro de su improvisada melodía, esta vez parecía hablar sobre nosotros, seguía una línea de tensión anegada en necesidad y punzante anhelo. Pero en aquel momento cambió y tuve que dejar de prestar atención a nuestros otros yos, incluso tuve que dejar de prestar atención a mí misma, porque me estaba mirando a los ojos y supe que mi voz bebería de ellos para seguir sola... yo me había quedado anclada en él, temblando por la respuesta que podía darme aquella mirada cómplice. Su media sonrisa lo sabía: creció. Yo me inclinaba cada vez más hacia delante, doblándome sobre el brazo que me sujetaba el estómago en un vano intento de contener la histeria, él, a cada segundo un poco más incorporado, a cada segundo sus músculos se tensaban un poco más, sus manos descendían por el mástil hacia agudos inexplorados por aquel baile que solíamos hacer sus dedos y mi garganta. Yo me sentía a punto de estallar, pero entonces él cambiaba el ritmo, giraba el enfoque y estábamos en un paraje de dolor y tristeza desoladora que se transformaba rápidamente en placer y descargas de miedo con inexplicables solos de adrenalina danzando entre mi voz, a veces gimiendo, a veces cantando, otras, tan solo capaz de suspirar. Estábamos tan conectados con la sensibilidad del otro que no nos dábamos cuenta de que los demás habían detenido sus respectivas actividades y discusiones y nos miraban, con curiosidad y asombro. Casi sentí el color azul pato (así se llama ahora a ese tono eléctrico que parece superar los límites entre color y energía) que desprendía aquella melodía, yo volvía a ser tan inconsciente de mi voz como cada vez que llegábamos a aquel punto de inflexión en el que solo podíamos luchar por no romper la música y correr hacia el otro para intentar besarnos y seguir tocando a la vez. ¿Nosotros? Qué va. Nunca nos habíamos besado, en ninguna de nuestras realizaciones a escala real. Éramos difíciles, estábamos encerrados en nosotros mismos, a veces yo pensaba que si pudiera soltar sus manos de su cuerpo y abrir mi garganta en canal tal vez nuestras esencias atrapadas serían libres para volar y llegar a los límites de esa tendencia que teníamos hacia el otro. Luego sacudía la cabeza, asustada, e intentaba formar una sonrisa forzada antes de seguir andando y correr disimuladamente para llegar hasta el batería e intentar alejarme lo máximo posible de él. Todo me alteraba, yo era así. Era tan intransigente que casi puedo imaginar mi alma: ascendente, con forma desequilibrada (pero bella, a la vez, de estética renacentista), cara de enfado y los brazos cruzados sobre el pecho, de mirada soñadora y estricta. Puse una mueca al imaginar un instante aquel cuadro, mientras observaba como mi otra yo cantaba una de las mejores piezas que nunca ha compuesto mientras parecía a punto de echar a correr hacia algún sitio y, oh, dios, como no empezara a parpadear en algún momento íbamos a tener un problema. Esta chica era increíble, pensé. A veces estábamos tan cerca de parecer personas distintas que me daba miedo. La busqué en mi corazón, latiendo a la vez que yo, para tranquilizarme, me daba miedo pensar en ellas siempre como otras personas. La encontré allí, bombeando muy agitada y con la mente totalmente agitada por aquella canción en la que parecía, les iba la vida a ambos. Me eché a temblar e intercambié una mirada con mi "él", con el que había estado ensayando un estribillo nuevo hasta que habíamos tenido que parar porque no nos oíamos bien. Sé que los dos pensábamos lo mismo, ¿qué pasaría cuando tuvieran que ponerle final a aquella canción? Seguro que discutían, siempre pasaba. Pero no eran peleas normales, aquellas tenían gritos y duraban hoooooras... Me senté en su colo y le dejé tranquilizarme con unas caricias en el pelo, como siempre hacía siempre que yo, bueno, nosotras no éramos capaces de cantar. Yo era la más niña, así que él tenía que hacerlo más a menudo, cuando me asustaban aquellas triplicaciones tan extrañas de nosotros mismos. A veces se me ocurría que aquel programa iba a volvernos locos, a los dos. Tenía miedo de que nos rompiéramos y yo las perdiera a ellas dos, después de pasar tanto tiempo fuera de las otras desarrollándonos como personalidades distintas en el mismo entorno. Aquello no era bueno, pensé girando la cabeza con desaprobación. Él me abrazó la cintura, notando que mis pensamientos se iban por las ramas a la velocidad de la luz, como pasaba siempre. Siempre intentaba traerme de vuelta cuando me iba yo sola muy lejos y no sabía cómo continuar, o como dar marcha atrás. Él impedía que me diera un ataque de ansiedad con solo un gesto, y aquello me tenía más tranquila, sabía que no iba a perder el control en cualquier momento. Oh, no. Desconexión. Tendríamos que seguir ensayando en otro momento, fue lo que pensamos todos con rabia muy parecida mientras cruzábamos miradas de seis.
Entonces se nos apagaron los sentidos y perdimos la consciencia otra vez.



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