domingo, 25 de julio de 2010

Room on the third floor.

Espero que no sea demasiado tarde.

jueves, 22 de julio de 2010

Pues nada.

Voz frustrada hacia el avismo, le gritas tu desgracia a un vacío distinto: ya no es plano, ya no es llano, no es libre, no se desata con tu mirada. Nunca más.
Ya no... ya no voy a poder mirarte a la cara para decirte que ojalá fueras mi hermano mayor, y quién sabe cuánto tiempo más acarrearé tu sombra.
No quiero. No quiero llevarte conmigo, quiero abandonarte aquí, destrozar tu esperanza... olvidar tu aroma y embotellar tu esencia en una botella lanzada al mar... observarla marcharse, y luego, no mriar atrás.
¿Sabes? Contigo, me sentía una niña a salvo de cada uno de sus miedos insondables. Los míos eran imposibles, eran constantes, eran, eran mi sombra. Por más que corría, sentía que no se despegaban de mis pies. Corría, y corría más, pero la angustia nos perseguía de cerca.
Me pregunto si a ti te hubiera gustado ser mi hermano mayor, y así estar unidos por una cadena invisible del más puro metal.
Me pregunto... ¿me hubieras "adoptado"?
Aún no sé quién eres, pero ya sé cuánto me importas.

miércoles, 21 de julio de 2010

Vaciarse.

Vaciarse del todo. Como en un cuento, echarse una cucharada de vacío en la cabeza y obedecer la orden del tónico mágico; llorar hasta que amanece.
Vuelves a ver el sol, la luz te acuna pero también te asusta, suplicas... ojalá fuera aún de noche. No sabes por qué. No sabes por qué tus lágrimas se pierden en un pliegue de la almohada que lleva a muchos kilómetros al Norte, en una espiral difusa de sueños, cartas y saludos a años luz de distancia.
Si fuera todavía de noche podrías hundirte en tu almohada, soñar que te hundes para siempre y te desatas de todo para no volver. Si supieras desatarte del todo no tendrías tantos cabos medio sueltos cerca, enredándose en tus pies y haciéndote caer... siempre caes cuando es importante no caer. ¿Significará algo? ¿Te conducirán tus caídas impidiéndote y dejándote llegar a sitios según el momento estratégico en que tropiezas? No puedes saberlo. Cierras los ojos, y te hundes más.
Sueñas. Sueñas que abrazas a un niño pequeño, de tez pálida y desordenado, abundante pelo negro. De ropas manchadas de barro, balón en mano y sonrisa pintada en la cara. Dos hoyuelos la atrapan.
Suplicas... suplicas... suplicas. Ojalá puedas llegar un día a ese jardín, con ese niño y su balón, y ojalá al darte la vuelta su padre esté entrando en casa con el ruido de mil maletas y puedas abrazarle. Suplicas, suplicas.
Suplicas... su voz te guíe hasta el jardín secreto.

Así que esto es lo que ve mi hermana todos los días.

Una habitación verde con cables por todas partes y un sol que lame paredes, haciéndolas brillar e inflamando de una manera muy natural cada pedacito de la sala.
Como el espacio entre la libertad y las cadenas de los estudios es tan sutil, debe pasarlo mal en los trámites entre un sitio y otro, pienso. Pero, por otra parte, quién no.
Tengo una hermana. Es muy aplicada, muy concisa, ¿sabes? Como si en cada momento de su vida estuviera haciendo algo útil y necesario sin pretenderlo. A mi lado, que soy muy difusa, parece casi una heroína. Aunque soy mayor, a veces me gusta fingir que soy su hermana pequeña y dejar que me mime con su actitud de "paso de ti". Me encanta molestarla, aunque mi hermana es una moneda de doble cara... y la cara b), es todo uñas, dientes, y la voz más estridente que he escuchado jamás.
A veces, cuando la oigo cantar distraída mientras hace otra cosa, me entran ganas de llorar. Tiene la voz más increíble... de toda la casa. Aunque no tiene mi juego con las palabras, lo tiene todo con esa voz limpia y aguda. Su voz es tan fácil. Pero fuera de comparaciones, que en realidad no significan nada, lo que importa, lo que atrapa, lo que me encanta es que su voz es preciosa.
Mi hermana vive en una cajita de cristal. Mis padres la construyeron para ella desde que nació, porque transmite casi tanto con su voz como con su llanto, y siempre lloró muchísimo. Así que hasta que se rompa tengo que cuidar esa caja, porque es invisible, para todos ellos, e intentar que la vean es muy difícil... llevo intentándolo desde que nació, también.
Aunque dentro de esa cajita, ella es todo materia prima de increíble calidad: sus ojos, su pelo, su voz, su tez; tan pálida. Para casi todo lo que hace tiene un don: para dibujar (tiene un talento genial, y no hace más que modelarlo y doblegarlo, lo que, si cabe, es mejor), para bailar (no tanto como su hermana, pero sí de un modo diferente y comparable), para tantas cosas.
El problema está en que además de su don con el dibujo, modela y doblega poco más. Baila cuando le apetece, escribe también, pero a su aspecto le dedica poco o nada de esfuerzo. Pero supongo que a su edad todos lo hacíamos. Yo, por mi parte, no consideraba la estética un arte. El resto, por la suya, supongo que no lo consideraba importante.
El caso es que mi hermana es la que lo modifica todo; yo, tengo el don para embellecerlo. Para mí la belleza no tiene por qué ser bonita. Puede ser incluso abrupta.
Pero me estoy desviando del tema: "mi hermana". La quiero tanto. Y la quiero lo que la quiero porque no puedo quererla más. Si llora, quiero llorar; si le pasara algo, querría morir.
Creo que la quiero como no quiero a nadie más en el mundo. No puedo evitarlo... el amor es libre, dicen. El amor lo hace la volubilidad del tiempo. Es la llave para viajar entre dimensiones. La clave secreta para acercarte todo lo que puedes al pasado, la pista que resuelve el jeroglífico de la razón de vida de todo aquel que vive.
Algunos quieren a su pareja; otros, deciden vivir por su mejor amigo; otros por la música, por sus padres; yo, por mi parte, de momento vivo por todos ellos, por lejos que estén, aún cuando su lejanía roce los límites entre la realidad y la imaginación, y, sin poder ni querer evitarlo... yo vivo por mi hermana pequeña.

martes, 20 de julio de 2010

Puñales.

Es difícil de explicar como con una sola frase puede abofetearse al mundo.
A mí me dolió... como cuando te hunden algo en el estómago, con mucha fuerza, como cuando te dejan sin respiración varios minutos, luchando por una brizna de aire.

viernes, 9 de julio de 2010

Melodías nuevas.

Urgentes, me arrastran con una fuerza casi necesaria, casi tan valientes en mi boca como en la suya.
Pero arrastrar, arrastran un coraje incluso precipitado, ¡libre!, desatado para llegar a aquello a lo que no nos gusta mirar... lo ataca y le da vueltas. Mil vueltas.
Mil y una, destrozándolo, inflamándolo hasta que en sus cenizas puedan verse sus raíces. Y, una vez descubiertas... cortarlas a ellas, soltándose el rechazo.
Nuevas melodías, confundiéndome; ya no sé por qué latir.

miércoles, 7 de julio de 2010

Una batalla interior

materializada en la disputa por un balón. Si todo fuera tan sencillo.
Un disparo de adrenalina en la sien, gritos y énfasis, abrazos, emoción.
Y, solo después, una sonrisa triste... cansada, por mi Alemania, que pierde. También un vacío, aunque lo ignoro y solo lo siento de una forma muy vaga, en la parte de atrás de la cabeza, donde reina el malvado Subconsciente: sincero, salva y condena.
Por un segundo siento la pasión de todos esos hombres que gritan cuando cruza el balón, pero, de un modo extraño y de textura rancia y oblicua, eso destapa la sequedad de la vida.
Aún así todo se llena de una inocencia... insospechada. Me doy cuenta de que, realmente, todo adulto ha sido y sigue siendo un niño. Niños... si pudiera esconderlos de la fría Realidad, todo sería más fácil y nadie tendría que sufrir. Pero no puedo. Nadie puede. Y yo... también me expongo, desnuda ante ella, de presencia indeleble.
Uf... las batallas interiores son circulares, y tienen demasiadas tangentes. Asumirlas es difícil, todo un hábito. Seguirlas es un logro, porque su velocidad de transcurso es vertiginosa... pero me seguiré esforzando, porque son las únicas que pueden llevarte a algún sitio. Las tangentes. Los nexos. (Los nexos...). Los puntos de contacto son mi pasión, y cada instante de conexión, mi aliento de vida.
¿Veis...? Me pierdo en mi propio círculo.

Catatónico.

Lo cierto es que me veo mal, me veo peor. Veo catálisis, destrucción, le veo más roto y a mí, como eso ya es difícil, solo más perdida, si aún cabe.
Veo... veo, veo. ¿Qué ves? La verdad es que no veo nada, nada claro. Es como un efecto fotográfico difícil y cerrado, y, por encima, abrupto a la vista. Nada hermoso.
¿Hasta cuando voy a tener que soportar que la única belleza en mi teatro sean mis palabras?
Me gusta pensar que pronto cambiará, algo, por lo menos. Pero no veo nada... nada, nada claro, y nada cerca.
Me estoy cansando de mirar. Mirar siempre hacia delante, hacia el futuro, hacia la llama y la supuesta hoguera de la felicidad, la verdad... la belleza, la más justa bondad.
Y a la vez echo mucho de menos la bondad... todo aquello que sé que aun tengo dentro, solo que un poco atado. Ahora ya no sé si era, o no era buena. Sé que tenía unas convicciones muy claras y las seguí con la valentía de quien cree que se acerca a la respuesta del misterio más profundo...
¿me llevarían a la felicidad? Lo cierto es que yo nunca había pensado en la felicidad en sí. Yo, pensaba en cosas que quería hacer, lugares que quería visitar, gente con la que quería hablar y proyectos que quería dirigir.
Aquello me llenaba de una ilusión tan viva. Nunca había acertado a pensar en el concepto, "felicidad...", nunca hasta que le conocí. Supongo que me atrajo porque, aunque muy burdo, era un personaje.
Felicidad... el verano se me escapa entre los dedos como arena, y sin ninguna playa que lo retenga luego en su manto ardiente. Con voz queda, intento cantar, pero ya no me sale. Ya no me urge, y canto peor.
A ver si esta semana acelera y se lleva el bochorno atascado con ella. Quiero desgarrarlo. Quiero desatar el torrente.
A partir de ahora, será una lucha diaria. Una lucha por ser el torrente. Y hacer arder la vida... siempre, con la llama más intensa.

lunes, 5 de julio de 2010

Nunca te había hecho gracia. Lo del "eclipse", digo.

Pero, aquella vez, era especialmente poca. Quiero decir... que lo veías como algo insondable, insuperable, infinito, todos los "in"es que se te ocurrían; te parecía imposible.
Las horas de vuelo resbalaban por tu mirada vacía, perdida aún en la pesadilla de la que tanto te había costado despertar. Aquella figura de cera era espeluznante, pensabas. Cada vez que te acordabas de ella te estremecías, pero también te agarrabas a ella, porque era lo único que se te había ocurrido para hablar con cierta elocuencia cuando ensayabas tu discurso. Y habías ensayado demasiado. Demasiado tiempo. (Demasiado... demasiado todo), no podías permitirte fallar: sabías, no tendrías una segunda oportunidad.
Aquella de la que hablaban tus canciones al amanecer era la oportunidad única de liberarte, de pasar a estar completamente sola, de pasar a ser completamente tú. Soltarte de tu pasado era algo que deseabas a la vez que temías desde hacía... sí, demasiado tiempo; aunque solamente si entendías "pasado" como "tres años atrás y todo lo que aquello conllevaba". Era complicado.
Te gustaba creer que si sacudías la cabeza, siempre débilmente (era más estético), podrías ahuyentar cualquier pensamiento. Tan madura de niña, y ahora, con casi dieciocho años, tan niña. Al pensarlo te encogías en tu perfectamente-normal-y-estándar-asiento-de-avión, sintiéndote un puñado de nervios y cristales rotos, chirriantes al tensarse y destensarse tu cuerpo.
Sin darte cuenta se te escapó una sonrisa al imaginarte la escena, aquel amasijo de pedazos de vidrio esparcido sobre el terciopelo suave del asiento, y, tal vez, algún zumo de melocotón esparcido por el suelo: aquel líquido ya no se podía recoger, pensaste. Te estremeciste de nuevo.
Pero ya no estás allí, y caminas decidida en busca del zumo que te hará otra vez una botella completa, aún cuando no tienes algo sólido capaz de contenerlo. Pero te pierdes en tus propias metáforas, y sacudes la cabeza con cuidado y una sonrisa muy tuya, casi compungida: aún así no esconde un ápice de tristeza.
Tal vez no utilices los puntos suspensivos para lo que en realidad son, o cualquier carpeta que compras (todavía no has superado tu obsesión por la organización, las cajas y todo aquello que pueda contener algo) está casi vacía (pero perfectamente guardada según un orden extraño que apenas te has preocupado en entender pero que te sale natural, desde pequeña), pero te gusta hacerlo así. Te distingues, siempre te has esforzado por ello.
Aun así no lo haces todo con esa intención. Te enorgullece pensar que te sale así... natural. Ojalá pudieras contar con esa naturalidad en escena, piensas. Pero no debes distraerte: un simple retraso podría volver a romper tu mundo.
Echas a andar, de pronto caminas más rápido; cuando te das cuenta, corres. Has llegado a los pies de la estatua, y, sí, es un ángel dorado. Tu cara esboza una sonrisa por ti, porque se alegra de haber prestado la suficiente atención al mundo como para desarrollar, poco a poco, ese sentido de la estética intuitiva. Pensar que existe realmente algún tipo de conocimiento intuitivo, instintivo, te da valor para afrontar la idea de tener que defender, en cuestión de minutos, el discursivo.
La estatua te devuelve la mirada, tan quieta e indefinible (tan aburrida, sonríe algo dentro de ti) que te hace reír. Si te preguntabas por qué habías vivido ciertas cosas en el transcurso de aquel último año, ahora el viento te sopla una respuesta; está bien tener un elemento amigo (aquel algo dentro de ti resopla, esta vez, pero lo acallas) en la improvisada puesta en escena.
La estatua te sigue mirando. Tú la aceptas tal y como es, sin pedirle más, y te sientas en sus pies, que tienen la altura del sillón morado oscuro de tu padre. Aunque no se mecen como él, (son los pies de una estatua) es reconfortante.
Como cada vez que te pierdes en ti misma, tu mirada se clava en tus rodillas, y despiertas de pronto al compararte con una muñequita de porcelana: con todo ese tul, sentada a los pies de una figura humanoide (es incluso gracioso) mucho más grande que tú.
Eres una muñeca en blanco y negro, piensas, tan pálida dentro de tu vestido negro. Te gustan las fotografías en color sepia, y echas de menos la habitación verde y blanca que dejaste atrás en otro país. Tu cama esta vacía, y seguro que nadie se tumba allí a oler las sábanas limpias como si fueran las flores con el perfume más bello del mundo. También dejaste atrás la única colonia que cuaja contigo, aquella que trajo tu hermana de Francia, solo para ti; echas tanto de menos a tu hermana. Te la imaginas dibujando en aquella mesa, inclinada sobre un trozo de papel viendo cosas que nadie más puede ver en él, cantando melodías ridículas en idiomas incomprensibles y tal vez estudiando también, todo a un tiempo. Por algún motivo esa idea te parte el corazón.
Es tan polifacética como tu padre, se te ocurre, pero cierras los ojos con fuerza al imaginarte al hombre viejo, arrugado y débil, solo una sombra del joven culto y cariñoso que te había visto crecer. Escondes la cara entre las manos al echarte a llorar, y maldices tus ensoñaciones por romper tu trabajada fortaleza antes siquiera de ponerla a prueba.
Como si pudieras verlo, sientes que algo te tapa el cálido sol de Septiembre y sabes qué es. Maldices tu estúpida suerte por enlazarlo todo siempre de aquella manera, como si se estuviera riendo de ti. Pero una voz te llama por tu nombre, y te obligas a levantar la vista.
Tienes tanto miedo que no puedes hablar, pero en cuanto le miras a los ojos todo cambia: te das cuenta de que tu padre es aún muy joven y, cuando el cansancio le vence, sigue siendo el mismo hombre con cara de niño; te das cuenta de que volverás a tu habitación y a abrazar a tu hermana; te das cuenta de por qué estás allí, sentada a los pies de un ángel caído.
Te levantas, muy serena, y sabes que hay algo que estás segura de querer con locura. Te parece que el mundo se ha descolocado, que de pronto, y de una manera brusca, zumbante, algo encaja.
Te das cuenta de que sonríes, cegada por la luz de todo lo que siempre soñaste.
Te devuelven una mirada confusa y desconcertada. Demasiado confusa. Sonríes más. Solo entonces, después de cerrar los ojos un instante y sentir los latidos plenos, incansables, dentro de ti y de tu mundo... solo entonces, después de entender quién eres, comienzas a hablar.
Hay algo en ti que te mueve con la gracia natural que alguna vez te han dicho que tienes. Algo, que te da la inocencia de una cría, que se remonta atrás... muy atrás, y evoca baches insuperables e ilusiones insondables. También hay algo que parece latir única y exclusivamente por aquella mirada que a veces te descentra y te hace perder el hilo.
Pero lo recuperas siempre que lo pierdes, tranquila y nerviosa a un tiempo. Por desgracia, yo no puedo ver más. Me alejo, pero ya estoy más tranquila.
Aunque me aferro a los últimos retazos de conversación, cada vez tiran de mí más rápido, algo me arrastra... ahora, todo depende de él, Nein. Todo depende de esa voz que decías te hablaba de mundos extraños, fantásticos y de estética excéntrica y brillante, en cierto modo... aquella voz que te hablaba de, sí, todo cuanto siempre habías soñado, cegadora.
Como un filo de terciopelo, era capaz de cortar todo cuanto te ataba a donde estuvieras para llevarte a su mundo...
Mientras pierdo la conciencia, no puedo evitar preguntármelo. ¿Será aquella voz quien tu creías?
Será... será el mismo filo de terciopelo, cuando ya no te ciegue y puedas ver.
Nein. Solo tú puedes averiguarlo. Lo último que oigo es tu risa, y se me ocurre que tú, en cierto modo (para ti, de cualquier modo), siempre has encerrado la respuesta de cualquier misterio.




Al final resultó que sí, eclipse.

Solamente fue un momento de ceguera, pero te bastó para comprender que necesitas ver para vivir, que no todo es tan innecesario como tú creías.
Entonces comprendiste: No había sido más que eso, un eclipse. Lo habías pasado con miedo. Todos lo habíais hecho. Por eso te permitías sonreír con condescendencia cada vez que se mencionaba el tema, guardando el misterio de la oscuridad para ti. A ver, sabías que desvelarlo con palabras era imposible. Sabías... que solo viviéndolo, hundiéndote en él hasta el momento justo de la incoherencia más álgida, conseguías comprenderlo.
Ahora sabías tantas cosas: mucho más que antes. No te referías a conocimientos, o a las aplicaciones exactas de estos, no. Te referías a, vaya, inclinaciones, ángulos, enfoques...
En cierto modo, (para ti de cualquier modo), aquello era un gran logro. Sabías un poco más de lo que casi nadie sabe, si bien también sabías que aún te quedaba mucho, ¡muchísimo!, por aprender. Los pequeños errores del día a día te lo mostraban, insultantes. Pero tú respirabas hondo y los enfrentabas, enfriando todo cuanto tuvieras a mano con un soplo de hielo helado (también a ti misma) y asumiéndolos como sacrificios necesarios.
No hablabas de vidas, por supuesto. Hablabas de roces, que, a veces, eran incluso más significantes.
Había gente que no entendía como pensabas. Tú te exasperabas, tan inocua por aquel entonces.
Aquellos días en que encontrabas refugio en ti misma no tienen nada que ver con ahora, que huyes a proyecciones pasadas, futuras, lejanas, lo que sea con tal de escapar de "aquí y ahora".
No es que lo apruebes, pero al borde del caos, te quedan pocas opciones. Como este avión. Odias la idea de tomarlo casi tanto como la de perderlo, pero solo eso, casi.
Así que subes, extasiada con la idea de volar. Volar... lo cierto es que jamás has fantaseado con volar. Te da miedo, de un modo ciertamente metafísico, que pueda explotar el motor, pero confías a tu mala suerte pasada gozar de alguna buena ahora.
Casi se te escapa el corazón al dar un vuelco doble el avión y tu pecho, pero solo es un despegue (algo inusual en un avión, te mofas de ti misma). Acto seguido estás ascendiendo, ¡vuelas!, directa al secreto más grande de toda tu existencia.
¿Próxima parada?. Felicidad.
Atisbas la forma de un astro al encajar en el círculo perfecto de otro, antes de caer rendida en al asiento, víctima de los habituales sedantes. Sonríes con tus últimas fuerzas, asintiendo para ti: solo eso, tienes que ser valiente... valiente para vivir el eclipse.

viernes, 2 de julio de 2010

Tengo una uña rota.

Ayer me costó muchísimo dormir. Dos o tres horas, la verdad. Antes de eso había estado leyendo, atrapada en aquella novela como cada vez que se me ocurría cruzar mi mirada con una de sus líneas; la verdad es que sí, aquella novela era más que atractiva: era magnética.
Me fascinaba cómo el arte de aquella mujer conseguía edificar un personaje tan, tan simple, que casi era capaz de convencerme de todo lo contrario de lo que siempre había creído.
Dicen que mi mente no está abierta a todo, pero sí a muchas cosas, y en cuanto a aquello a lo que sí está abierta, lo está hasta el final. Es cierto. Soy intransigente muchas veces.
Pero tampoco es que me cierre del todo, esas veces: si lo hiciera sería horrible y demencial, ya no sería yo. En mi mundo es todo muy sutil, y a la vez nada sutil. No sé cómo explicarlo. A veces... a veces, a veces, a veces. Siento pasión por los nexos. Por todo aquello que implique conexión, en realidad. Pero me estoy desviando, y lo que de verdad (perífrasis, circunloquios) quería decir es que se me aplasta con una facilidad sublime, pero también es dificilísimo presionarme.
No soy débil, pero sí soy frágil. Tal vez suene prepotente, incluso pedante, pero en este caso soy como un pequeño (muy pequeño, eso sí. Así deberían ser todos los brillos. Reducidos, cambiantes) diamante: imposible de rayar, el mineral más duro, aunque eso no implica que no se pueda romper con facilidad. Es más, es probable que sea muy fragmentable, el diamante.
Nunca me he parado a pensar en mi gema favorita, pero siempre he sentido pasión por esos minerales que son como el cristal más puro, totalmente incoloros y transparentes, que pesan mucho y reflejan la luz como muy pocos cristales saben hacer. Supongo que es eso, propiedades ópticas que se encargan por sí mismas de proclamar lo especiales que son.
Pero, vamos, estoy divagando; los diamantes... pulidos, sin pulir. Creo que yo estoy realmente poco pulida, aunque tampoco soy esa cosa tan abrupta y difícil para los ojos que es un diamante en bruto. Sé reconocer un diamante en bruto cuando le miro.
Sé pocas cosas, pero las que sé me convencen de tal manera que creo que a lo mejor algún día consigo saber un poquito más. Sé que hay gente que clasifica el mundo al percibirlo, sé que hay gente que ni siquiera se plantea el mundo, porque es tan especial y goza de tal delicada genialidad que le es imposible experimentar de otra manera que no sea la suya. También sé que tengo una uña rota y que eso me hace tremendamente infeliz, y que es mejor estar rota que anudada, porque por más que tires, los nudos no se sueltan: muchas veces, con fuerza y ganas solo se consigue intrincarlos más.