miércoles, 21 de julio de 2010

Vaciarse.

Vaciarse del todo. Como en un cuento, echarse una cucharada de vacío en la cabeza y obedecer la orden del tónico mágico; llorar hasta que amanece.
Vuelves a ver el sol, la luz te acuna pero también te asusta, suplicas... ojalá fuera aún de noche. No sabes por qué. No sabes por qué tus lágrimas se pierden en un pliegue de la almohada que lleva a muchos kilómetros al Norte, en una espiral difusa de sueños, cartas y saludos a años luz de distancia.
Si fuera todavía de noche podrías hundirte en tu almohada, soñar que te hundes para siempre y te desatas de todo para no volver. Si supieras desatarte del todo no tendrías tantos cabos medio sueltos cerca, enredándose en tus pies y haciéndote caer... siempre caes cuando es importante no caer. ¿Significará algo? ¿Te conducirán tus caídas impidiéndote y dejándote llegar a sitios según el momento estratégico en que tropiezas? No puedes saberlo. Cierras los ojos, y te hundes más.
Sueñas. Sueñas que abrazas a un niño pequeño, de tez pálida y desordenado, abundante pelo negro. De ropas manchadas de barro, balón en mano y sonrisa pintada en la cara. Dos hoyuelos la atrapan.
Suplicas... suplicas... suplicas. Ojalá puedas llegar un día a ese jardín, con ese niño y su balón, y ojalá al darte la vuelta su padre esté entrando en casa con el ruido de mil maletas y puedas abrazarle. Suplicas, suplicas.
Suplicas... su voz te guíe hasta el jardín secreto.

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