lunes, 5 de julio de 2010

Nunca te había hecho gracia. Lo del "eclipse", digo.

Pero, aquella vez, era especialmente poca. Quiero decir... que lo veías como algo insondable, insuperable, infinito, todos los "in"es que se te ocurrían; te parecía imposible.
Las horas de vuelo resbalaban por tu mirada vacía, perdida aún en la pesadilla de la que tanto te había costado despertar. Aquella figura de cera era espeluznante, pensabas. Cada vez que te acordabas de ella te estremecías, pero también te agarrabas a ella, porque era lo único que se te había ocurrido para hablar con cierta elocuencia cuando ensayabas tu discurso. Y habías ensayado demasiado. Demasiado tiempo. (Demasiado... demasiado todo), no podías permitirte fallar: sabías, no tendrías una segunda oportunidad.
Aquella de la que hablaban tus canciones al amanecer era la oportunidad única de liberarte, de pasar a estar completamente sola, de pasar a ser completamente tú. Soltarte de tu pasado era algo que deseabas a la vez que temías desde hacía... sí, demasiado tiempo; aunque solamente si entendías "pasado" como "tres años atrás y todo lo que aquello conllevaba". Era complicado.
Te gustaba creer que si sacudías la cabeza, siempre débilmente (era más estético), podrías ahuyentar cualquier pensamiento. Tan madura de niña, y ahora, con casi dieciocho años, tan niña. Al pensarlo te encogías en tu perfectamente-normal-y-estándar-asiento-de-avión, sintiéndote un puñado de nervios y cristales rotos, chirriantes al tensarse y destensarse tu cuerpo.
Sin darte cuenta se te escapó una sonrisa al imaginarte la escena, aquel amasijo de pedazos de vidrio esparcido sobre el terciopelo suave del asiento, y, tal vez, algún zumo de melocotón esparcido por el suelo: aquel líquido ya no se podía recoger, pensaste. Te estremeciste de nuevo.
Pero ya no estás allí, y caminas decidida en busca del zumo que te hará otra vez una botella completa, aún cuando no tienes algo sólido capaz de contenerlo. Pero te pierdes en tus propias metáforas, y sacudes la cabeza con cuidado y una sonrisa muy tuya, casi compungida: aún así no esconde un ápice de tristeza.
Tal vez no utilices los puntos suspensivos para lo que en realidad son, o cualquier carpeta que compras (todavía no has superado tu obsesión por la organización, las cajas y todo aquello que pueda contener algo) está casi vacía (pero perfectamente guardada según un orden extraño que apenas te has preocupado en entender pero que te sale natural, desde pequeña), pero te gusta hacerlo así. Te distingues, siempre te has esforzado por ello.
Aun así no lo haces todo con esa intención. Te enorgullece pensar que te sale así... natural. Ojalá pudieras contar con esa naturalidad en escena, piensas. Pero no debes distraerte: un simple retraso podría volver a romper tu mundo.
Echas a andar, de pronto caminas más rápido; cuando te das cuenta, corres. Has llegado a los pies de la estatua, y, sí, es un ángel dorado. Tu cara esboza una sonrisa por ti, porque se alegra de haber prestado la suficiente atención al mundo como para desarrollar, poco a poco, ese sentido de la estética intuitiva. Pensar que existe realmente algún tipo de conocimiento intuitivo, instintivo, te da valor para afrontar la idea de tener que defender, en cuestión de minutos, el discursivo.
La estatua te devuelve la mirada, tan quieta e indefinible (tan aburrida, sonríe algo dentro de ti) que te hace reír. Si te preguntabas por qué habías vivido ciertas cosas en el transcurso de aquel último año, ahora el viento te sopla una respuesta; está bien tener un elemento amigo (aquel algo dentro de ti resopla, esta vez, pero lo acallas) en la improvisada puesta en escena.
La estatua te sigue mirando. Tú la aceptas tal y como es, sin pedirle más, y te sientas en sus pies, que tienen la altura del sillón morado oscuro de tu padre. Aunque no se mecen como él, (son los pies de una estatua) es reconfortante.
Como cada vez que te pierdes en ti misma, tu mirada se clava en tus rodillas, y despiertas de pronto al compararte con una muñequita de porcelana: con todo ese tul, sentada a los pies de una figura humanoide (es incluso gracioso) mucho más grande que tú.
Eres una muñeca en blanco y negro, piensas, tan pálida dentro de tu vestido negro. Te gustan las fotografías en color sepia, y echas de menos la habitación verde y blanca que dejaste atrás en otro país. Tu cama esta vacía, y seguro que nadie se tumba allí a oler las sábanas limpias como si fueran las flores con el perfume más bello del mundo. También dejaste atrás la única colonia que cuaja contigo, aquella que trajo tu hermana de Francia, solo para ti; echas tanto de menos a tu hermana. Te la imaginas dibujando en aquella mesa, inclinada sobre un trozo de papel viendo cosas que nadie más puede ver en él, cantando melodías ridículas en idiomas incomprensibles y tal vez estudiando también, todo a un tiempo. Por algún motivo esa idea te parte el corazón.
Es tan polifacética como tu padre, se te ocurre, pero cierras los ojos con fuerza al imaginarte al hombre viejo, arrugado y débil, solo una sombra del joven culto y cariñoso que te había visto crecer. Escondes la cara entre las manos al echarte a llorar, y maldices tus ensoñaciones por romper tu trabajada fortaleza antes siquiera de ponerla a prueba.
Como si pudieras verlo, sientes que algo te tapa el cálido sol de Septiembre y sabes qué es. Maldices tu estúpida suerte por enlazarlo todo siempre de aquella manera, como si se estuviera riendo de ti. Pero una voz te llama por tu nombre, y te obligas a levantar la vista.
Tienes tanto miedo que no puedes hablar, pero en cuanto le miras a los ojos todo cambia: te das cuenta de que tu padre es aún muy joven y, cuando el cansancio le vence, sigue siendo el mismo hombre con cara de niño; te das cuenta de que volverás a tu habitación y a abrazar a tu hermana; te das cuenta de por qué estás allí, sentada a los pies de un ángel caído.
Te levantas, muy serena, y sabes que hay algo que estás segura de querer con locura. Te parece que el mundo se ha descolocado, que de pronto, y de una manera brusca, zumbante, algo encaja.
Te das cuenta de que sonríes, cegada por la luz de todo lo que siempre soñaste.
Te devuelven una mirada confusa y desconcertada. Demasiado confusa. Sonríes más. Solo entonces, después de cerrar los ojos un instante y sentir los latidos plenos, incansables, dentro de ti y de tu mundo... solo entonces, después de entender quién eres, comienzas a hablar.
Hay algo en ti que te mueve con la gracia natural que alguna vez te han dicho que tienes. Algo, que te da la inocencia de una cría, que se remonta atrás... muy atrás, y evoca baches insuperables e ilusiones insondables. También hay algo que parece latir única y exclusivamente por aquella mirada que a veces te descentra y te hace perder el hilo.
Pero lo recuperas siempre que lo pierdes, tranquila y nerviosa a un tiempo. Por desgracia, yo no puedo ver más. Me alejo, pero ya estoy más tranquila.
Aunque me aferro a los últimos retazos de conversación, cada vez tiran de mí más rápido, algo me arrastra... ahora, todo depende de él, Nein. Todo depende de esa voz que decías te hablaba de mundos extraños, fantásticos y de estética excéntrica y brillante, en cierto modo... aquella voz que te hablaba de, sí, todo cuanto siempre habías soñado, cegadora.
Como un filo de terciopelo, era capaz de cortar todo cuanto te ataba a donde estuvieras para llevarte a su mundo...
Mientras pierdo la conciencia, no puedo evitar preguntármelo. ¿Será aquella voz quien tu creías?
Será... será el mismo filo de terciopelo, cuando ya no te ciegue y puedas ver.
Nein. Solo tú puedes averiguarlo. Lo último que oigo es tu risa, y se me ocurre que tú, en cierto modo (para ti, de cualquier modo), siempre has encerrado la respuesta de cualquier misterio.




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