martes, 21 de febrero de 2012

Hay quien tiene razón, estoy irreconocible.

Aun así no he dejado de ser yo. He sido más valiente. Me he abierto en nuevos sentidos. He ido a por lo que quería. De frente. Arriesgándome a perderlo todo. Es cierto que tuve miedo, pero lo que me encontré al final bien ha valido la pena.
Me vuelvo loca. Todo esto me vuelve loca. Tú me vuelves loca. Y ya no es solo para bien, hacia el descontrol idílico. Te juro que no sé qué hacer...
Pero creo que no puedo volver a llorar una sola vez más por las malditas tildes.
Esto no empezó bien. BIEN. Digámoslo en mayúsculas, busquemos qué coño significa. Porque ¿quien lo sabe? Desde luego, yo no.
Pero cuánto más voy a sufrir por ignorar eso y venderle mi alma al arte.
Y si no entiendes por qué me fui, es porque no me quería quedar.

Me lo juego todo.

Esto es patético. No puedo creerlo. No doy un duro por ti.
No sé qué hacer.
Y si tú no te das cuenta de qué has hecho mal... yo ya no puedo sacarte de ahí. Lo siento. Lo seguiré sintiendo.
Pero me lo juego todo. Te arriesgo a ti.

jueves, 13 de enero de 2011

Me acuerdo de que te gustaba cómo escribía.

Habías sido un admirador de mi sensibilidad a través de los años. Lo habías sido desde que hablábamos con miradas, desde aquella época en que jamás habíamos cruzado más de una, o dos palabras.
Ahora te echo de menos, la verdad. Escucho una canción que me roza la arteria aorta y pienso que tú te estremecerías conmigo, escuchándola, con cada giro de la música, con esa magia que ninguno de los dos sabíamos explicar con palabras. Tu hablabas de gráficas en el espacio tiempo, de sensaciones flotantes, de la emoción en vilo; yo hablaba de arte. Nos entendíamos. Nos entendíamos demasiado bien.
Pero, aquello no iba a durar para siempre, ¿verdad? Fue increíblemente fácil para ti sustituirme por otra amiga cualquiera. Alguien que te hiciera querer parar el tiempo para que aquella conversación se hiciera eterna. Alguien en quien confiar, que te demostrara que aun existes...
que no vives solo en su teatro de marionetas, mentiras y farsas.
Me acuerdo de cuánto te gustaba cómo escribía, me pregunto qué pensarías si pudieras leer esto ahora.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Nosotros no teníamos tanta facilidad para tocarnos como veíamos que tenían los demás. Lo que quiero decir es que no teníamos ninguna facilidad. Nosotros eliminábamos todo lo innecesario. ¿Que qué era necesario para nosotros...? Aun ahora me asusta la respuesta a esa pregunta.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ensayábamos todos a la vez, con aquella expresión de fascinación y ausencia en la cara, con aquella intención de ser únicos y aquella certeza que solíamos tener, de ser protagonistas.
La certeza de brillar, sin importar la influencia de las luces o las sombras de nuestro alrededor. Éramos así, cada uno estaba muy convencido de ser él mismo (si no lo estuviéramos, claramente nunca nos habrían patrocinado para aquella prueba del programa R-707), tanto, que muchas veces las líneas estaban tan asentadas sobre nuestra forma inteligible que pasábamos largo rato en silencio, intercambiando solo miradas y alguna sonrisa. Era nuestra forma de sentir, explosiva y detonante, bifurcada y acelerada, siempre con aquel dibujo serpenteante y estético a un nivel artístico muy elevado. Lo que quiero decir es que yo (y a veces creo que también ellos) me caracterizaba por aquella sensibilidad tan aguda para el arte; sonidos, escenas y movimientos, me hacían estremecer desde perspectivas infinitas (éramos capaces de hacer eso, de verlo todo desde mil puntos de vista distintos y luego juzgar, valorar pero nunca, jamás, conseguir tomar una decisión al respecto de nada por eso mismo; éramos demasiado conscientes de todo).
Ensayábamos a todo volumen en aquella sala de suelo negro recorrido por cables a medio desenroscar, a veces realmente distanciados espacialmente. Aquel lugar tenía una intención muy clara de acoger y esconder (ya sabéis, a media luz), pero la verdad es que ninguno podía alcanzar las paredes con la mirada. Sin embargo las sabíamos ahí, en algún lugar.
El cambio de canción, o de inclinación en una improvisación, venía determinada por aquel que fuera capaz de llamar la atención de todos con una idea interesante. Nos comunicábamos por sinapsis, los mensajes llegaban rápido. En general, todo pasaba a mucha velocidad, tesis, antítesis, las síntesis definitivas podían tardar en alcanzarse tres minutos con más de tres millones de propuestas intercambiadas en fracciones de segundo. A veces no sabíamos qué pasaba antes y qué después, nos limitábamos a fluir y hacer realidad con música aquella sensación de confusión y pérdida que nos producía el ser todo y nada a cada instante. Tratábamos de avanzar, la aceleración cambiaba de signo bastante a menudo, a pesar de todo. Éramos expertos en invertir momentos, en desviarnos sin previo aviso para trazar una canción. El simple hecho de pensar en todo el material que debía tener grabado y producido el programa a aquellas alturas de la película (de nuestra experiencia con R-707) nos daba escalofríos. La unión era casi tangible, ¿sabéis?, casi podíamos sentir las intenciones de los demás. Aunque todo era metafísica, aquello era otra cosa que nos asustaba bastante: todo se trascendía de nosotros, menos la esencia de lo que éramos nosotros mismos. A veces alguno caía víctima de la ansiedad por este temor, el de descubrir la insustancialidad de nuestras manos, de nuestros cuerpos, de toda nuestra realidad en general; el mundo sensible se nos desmoronaba mientras nos encontrábamos cada vez más metidos en conexiones y procesos mentales (redescubríamos el cerebro, también había un equipo científico observándonos que trabajaba en ello, aunque nosotros nos reíamos de lo que imaginábamos serían sus análisis, vamos, nos reíamos en la cara de la mismísima praxis). Le pasaba sobre todo a él, que se sentía tan conectado a cada uno de sus dedos y había personificado esa conexión convirtiendo sus manos en algo más, las quería. A veces le sorprendíamos mirándolas, desolado, e intentábamos distraerle hablándole sobre música, que era lo que lo salvaba: el hecho de que por muchas conexiones, o proyecciones de nosotros mismos que hubiera en una realidad inteligible, si sus manos no ejecutaban las ideas de su cerebro la música se anulaba en silencio. Cada vez tenía más claro que él jugaba a alterar el silencio, a cambiar y reescribir, no se consideraba para nada un creador. Pero, ¿quién lo es?, la verdad es que hace falta mucho valor para afirmar que puedes ser motor inmóvil en cualquier clase de plataforma, ya sea sensible o inteligible, universal o aislada. El vocabulario también se trascendía a sí mismo de una manera muy extraña, nos dábamos cuenta de que todo eran metáforas y nos volvíamos poco a poco más y más técnicos buscando precisión y agilidad. A veces dábamos miedo. Nos volvíamos nuestras propias células... los sueños se materializaban en objetivos a los que estábamos trabajando para llegar, se suponía que los alcanzaríamos de un momento a otro. La verdad es que observarlo todo tan solo un instante desde fuera era genial, estábamos trabajando en nuestra mente desde dentro para explotar al máximo cada idea y sacarla fuera, hacerla real.
Intentaré no poner demasiado énfasis en la ironía de ese "real", porque los límites de lo real se nos difuminaban por segundos; posibilidad, realidad, recuerdo que se mezclaban.
Recuerdo... todo lo que recuerdo es tan intenso, procesarlo es difícil. Las hipotéticas (pf) paredes que encerraban aquella sala nos transformaban en cuanto las cruzábamos para dar comienzo a nuestra tortura personal diaria, nos volvíamos instrumentos de nosotros mismos; nos pertenecíamos, nosotros mismos y también unos a otros... estábamos tan juntos en aquel proyecto. Menos mal que cada uno apostaba fuerte por aquello que intentábamos (vivíamos hasta tal punto por ello que me atrevo a decir) crear, ninguno habría soportado que se nos rompiera aquello en las manos. Era duro, era difícil, era una locura. Pero nos volvía locos.
Y nosotros estábamos convencidos de que podíamos soportarlo todo, ya lo dije, éramos caprichosos y egocéntricos sin siquiera pretenderlo. Cada uno a su manera, brillaba sin poder evitarlo.




martes, 7 de diciembre de 2010

Él, con su habitual combinación de pantalones de cuero y pecho desnudo, tocaba la guitarra en un rincón oscurecido por el humo de algún cigarrillo. Yo lo miraba de soslayo, con los brazos colgando inertes a ambos lados de mi cuerpo, el micrófono era lo único que daba vida a aquel bulto retorcido que era mi cuerpo, mi puño se había puesto blanco al sujetarlo con tanta fuerza.
Aquella posición era tensa, por muy relajada que pudiera antojársele a mi otra yo, que me miraba mientras tarareaba contenta aquellas canciones de los 90 que tanto nos gustaban. Pensé que era ridículo comunicarle de ninguna manera mi sensación de fracción incoactiva, porque ella era yo. Resoplé mientras la sala adquiría una percepción distinta con el vapor rosa que arrojaba mi tercera yo, la imposible, que discutía muy concentrada con uno de los dobles de él enfrente de una partitura que, me pareció observar en uno de sus vistosos y rápidos movimientos al pasar de las manos de uno a otro, ya no podía tener más flechas, ni nada que pretendiera poder ser leído. Y yo solo podía resoplar; era tan obvio. A mí se me escapó una risa que sonaba a energía digerida, y él me lanzó una mirada enfadada a la vez que me arrancaba la partitura de las manos.
Yo no tenía ni idea de qué pasaba conmigo, pero a él no le estaba gustando nada lo que tanto esfuerzo parecía (por mi ceño fruncido; no sabía que supiera fruncir el ceño) que me estaba costando explicarle. La yo de la respiración agitada y el micrófono estrujado en la mano derecha enarcó una ceja mientras se incorporaba y, sin miramientos, se llevaba el micro a la boca y empezaba a cantar, reconociendo su señal. La ceja era porque era consciente de las ganas que debía tener el él de la partitura de asesinarme, sabía cómo de odiosa podía llegar a ser cuando hablaba con aquella expresión de confianza y certeza. Cantaba como había oído cantar en las canciones de mis queridos Manic Street Preachers, preocupada y letal, eléctrica y destada, me dejaba guiar por aquellos riffs que mutaban cada pocos segundos en manos del él al que le correspondía interaccionar conmigo: el él que llevaba horas haciéndome estremecer con cada giro de su improvisada melodía, esta vez parecía hablar sobre nosotros, seguía una línea de tensión anegada en necesidad y punzante anhelo. Pero en aquel momento cambió y tuve que dejar de prestar atención a nuestros otros yos, incluso tuve que dejar de prestar atención a mí misma, porque me estaba mirando a los ojos y supe que mi voz bebería de ellos para seguir sola... yo me había quedado anclada en él, temblando por la respuesta que podía darme aquella mirada cómplice. Su media sonrisa lo sabía: creció. Yo me inclinaba cada vez más hacia delante, doblándome sobre el brazo que me sujetaba el estómago en un vano intento de contener la histeria, él, a cada segundo un poco más incorporado, a cada segundo sus músculos se tensaban un poco más, sus manos descendían por el mástil hacia agudos inexplorados por aquel baile que solíamos hacer sus dedos y mi garganta. Yo me sentía a punto de estallar, pero entonces él cambiaba el ritmo, giraba el enfoque y estábamos en un paraje de dolor y tristeza desoladora que se transformaba rápidamente en placer y descargas de miedo con inexplicables solos de adrenalina danzando entre mi voz, a veces gimiendo, a veces cantando, otras, tan solo capaz de suspirar. Estábamos tan conectados con la sensibilidad del otro que no nos dábamos cuenta de que los demás habían detenido sus respectivas actividades y discusiones y nos miraban, con curiosidad y asombro. Casi sentí el color azul pato (así se llama ahora a ese tono eléctrico que parece superar los límites entre color y energía) que desprendía aquella melodía, yo volvía a ser tan inconsciente de mi voz como cada vez que llegábamos a aquel punto de inflexión en el que solo podíamos luchar por no romper la música y correr hacia el otro para intentar besarnos y seguir tocando a la vez. ¿Nosotros? Qué va. Nunca nos habíamos besado, en ninguna de nuestras realizaciones a escala real. Éramos difíciles, estábamos encerrados en nosotros mismos, a veces yo pensaba que si pudiera soltar sus manos de su cuerpo y abrir mi garganta en canal tal vez nuestras esencias atrapadas serían libres para volar y llegar a los límites de esa tendencia que teníamos hacia el otro. Luego sacudía la cabeza, asustada, e intentaba formar una sonrisa forzada antes de seguir andando y correr disimuladamente para llegar hasta el batería e intentar alejarme lo máximo posible de él. Todo me alteraba, yo era así. Era tan intransigente que casi puedo imaginar mi alma: ascendente, con forma desequilibrada (pero bella, a la vez, de estética renacentista), cara de enfado y los brazos cruzados sobre el pecho, de mirada soñadora y estricta. Puse una mueca al imaginar un instante aquel cuadro, mientras observaba como mi otra yo cantaba una de las mejores piezas que nunca ha compuesto mientras parecía a punto de echar a correr hacia algún sitio y, oh, dios, como no empezara a parpadear en algún momento íbamos a tener un problema. Esta chica era increíble, pensé. A veces estábamos tan cerca de parecer personas distintas que me daba miedo. La busqué en mi corazón, latiendo a la vez que yo, para tranquilizarme, me daba miedo pensar en ellas siempre como otras personas. La encontré allí, bombeando muy agitada y con la mente totalmente agitada por aquella canción en la que parecía, les iba la vida a ambos. Me eché a temblar e intercambié una mirada con mi "él", con el que había estado ensayando un estribillo nuevo hasta que habíamos tenido que parar porque no nos oíamos bien. Sé que los dos pensábamos lo mismo, ¿qué pasaría cuando tuvieran que ponerle final a aquella canción? Seguro que discutían, siempre pasaba. Pero no eran peleas normales, aquellas tenían gritos y duraban hoooooras... Me senté en su colo y le dejé tranquilizarme con unas caricias en el pelo, como siempre hacía siempre que yo, bueno, nosotras no éramos capaces de cantar. Yo era la más niña, así que él tenía que hacerlo más a menudo, cuando me asustaban aquellas triplicaciones tan extrañas de nosotros mismos. A veces se me ocurría que aquel programa iba a volvernos locos, a los dos. Tenía miedo de que nos rompiéramos y yo las perdiera a ellas dos, después de pasar tanto tiempo fuera de las otras desarrollándonos como personalidades distintas en el mismo entorno. Aquello no era bueno, pensé girando la cabeza con desaprobación. Él me abrazó la cintura, notando que mis pensamientos se iban por las ramas a la velocidad de la luz, como pasaba siempre. Siempre intentaba traerme de vuelta cuando me iba yo sola muy lejos y no sabía cómo continuar, o como dar marcha atrás. Él impedía que me diera un ataque de ansiedad con solo un gesto, y aquello me tenía más tranquila, sabía que no iba a perder el control en cualquier momento. Oh, no. Desconexión. Tendríamos que seguir ensayando en otro momento, fue lo que pensamos todos con rabia muy parecida mientras cruzábamos miradas de seis.
Entonces se nos apagaron los sentidos y perdimos la consciencia otra vez.



lunes, 27 de septiembre de 2010

Algo tenía que acabar

o moriría de vacío. Del mismo vacío que me invadió ayer y me retuvo horas, temblor dulce y frío... no quiero perderte; así que tengo que alejarte.