miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ensayábamos todos a la vez, con aquella expresión de fascinación y ausencia en la cara, con aquella intención de ser únicos y aquella certeza que solíamos tener, de ser protagonistas.
La certeza de brillar, sin importar la influencia de las luces o las sombras de nuestro alrededor. Éramos así, cada uno estaba muy convencido de ser él mismo (si no lo estuviéramos, claramente nunca nos habrían patrocinado para aquella prueba del programa R-707), tanto, que muchas veces las líneas estaban tan asentadas sobre nuestra forma inteligible que pasábamos largo rato en silencio, intercambiando solo miradas y alguna sonrisa. Era nuestra forma de sentir, explosiva y detonante, bifurcada y acelerada, siempre con aquel dibujo serpenteante y estético a un nivel artístico muy elevado. Lo que quiero decir es que yo (y a veces creo que también ellos) me caracterizaba por aquella sensibilidad tan aguda para el arte; sonidos, escenas y movimientos, me hacían estremecer desde perspectivas infinitas (éramos capaces de hacer eso, de verlo todo desde mil puntos de vista distintos y luego juzgar, valorar pero nunca, jamás, conseguir tomar una decisión al respecto de nada por eso mismo; éramos demasiado conscientes de todo).
Ensayábamos a todo volumen en aquella sala de suelo negro recorrido por cables a medio desenroscar, a veces realmente distanciados espacialmente. Aquel lugar tenía una intención muy clara de acoger y esconder (ya sabéis, a media luz), pero la verdad es que ninguno podía alcanzar las paredes con la mirada. Sin embargo las sabíamos ahí, en algún lugar.
El cambio de canción, o de inclinación en una improvisación, venía determinada por aquel que fuera capaz de llamar la atención de todos con una idea interesante. Nos comunicábamos por sinapsis, los mensajes llegaban rápido. En general, todo pasaba a mucha velocidad, tesis, antítesis, las síntesis definitivas podían tardar en alcanzarse tres minutos con más de tres millones de propuestas intercambiadas en fracciones de segundo. A veces no sabíamos qué pasaba antes y qué después, nos limitábamos a fluir y hacer realidad con música aquella sensación de confusión y pérdida que nos producía el ser todo y nada a cada instante. Tratábamos de avanzar, la aceleración cambiaba de signo bastante a menudo, a pesar de todo. Éramos expertos en invertir momentos, en desviarnos sin previo aviso para trazar una canción. El simple hecho de pensar en todo el material que debía tener grabado y producido el programa a aquellas alturas de la película (de nuestra experiencia con R-707) nos daba escalofríos. La unión era casi tangible, ¿sabéis?, casi podíamos sentir las intenciones de los demás. Aunque todo era metafísica, aquello era otra cosa que nos asustaba bastante: todo se trascendía de nosotros, menos la esencia de lo que éramos nosotros mismos. A veces alguno caía víctima de la ansiedad por este temor, el de descubrir la insustancialidad de nuestras manos, de nuestros cuerpos, de toda nuestra realidad en general; el mundo sensible se nos desmoronaba mientras nos encontrábamos cada vez más metidos en conexiones y procesos mentales (redescubríamos el cerebro, también había un equipo científico observándonos que trabajaba en ello, aunque nosotros nos reíamos de lo que imaginábamos serían sus análisis, vamos, nos reíamos en la cara de la mismísima praxis). Le pasaba sobre todo a él, que se sentía tan conectado a cada uno de sus dedos y había personificado esa conexión convirtiendo sus manos en algo más, las quería. A veces le sorprendíamos mirándolas, desolado, e intentábamos distraerle hablándole sobre música, que era lo que lo salvaba: el hecho de que por muchas conexiones, o proyecciones de nosotros mismos que hubiera en una realidad inteligible, si sus manos no ejecutaban las ideas de su cerebro la música se anulaba en silencio. Cada vez tenía más claro que él jugaba a alterar el silencio, a cambiar y reescribir, no se consideraba para nada un creador. Pero, ¿quién lo es?, la verdad es que hace falta mucho valor para afirmar que puedes ser motor inmóvil en cualquier clase de plataforma, ya sea sensible o inteligible, universal o aislada. El vocabulario también se trascendía a sí mismo de una manera muy extraña, nos dábamos cuenta de que todo eran metáforas y nos volvíamos poco a poco más y más técnicos buscando precisión y agilidad. A veces dábamos miedo. Nos volvíamos nuestras propias células... los sueños se materializaban en objetivos a los que estábamos trabajando para llegar, se suponía que los alcanzaríamos de un momento a otro. La verdad es que observarlo todo tan solo un instante desde fuera era genial, estábamos trabajando en nuestra mente desde dentro para explotar al máximo cada idea y sacarla fuera, hacerla real.
Intentaré no poner demasiado énfasis en la ironía de ese "real", porque los límites de lo real se nos difuminaban por segundos; posibilidad, realidad, recuerdo que se mezclaban.
Recuerdo... todo lo que recuerdo es tan intenso, procesarlo es difícil. Las hipotéticas (pf) paredes que encerraban aquella sala nos transformaban en cuanto las cruzábamos para dar comienzo a nuestra tortura personal diaria, nos volvíamos instrumentos de nosotros mismos; nos pertenecíamos, nosotros mismos y también unos a otros... estábamos tan juntos en aquel proyecto. Menos mal que cada uno apostaba fuerte por aquello que intentábamos (vivíamos hasta tal punto por ello que me atrevo a decir) crear, ninguno habría soportado que se nos rompiera aquello en las manos. Era duro, era difícil, era una locura. Pero nos volvía locos.
Y nosotros estábamos convencidos de que podíamos soportarlo todo, ya lo dije, éramos caprichosos y egocéntricos sin siquiera pretenderlo. Cada uno a su manera, brillaba sin poder evitarlo.




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