domingo, 29 de noviembre de 2009

Su rosa negra

Me incorporé de golpe, mareándome unos instantes… Seguía allí. Suspiré, casi inaudiblemente. Claro que seguía allí. Consciente de su presencia a mi lado, me recosté de nuevo, despacio, para no despertarle. Me acomodé de nuevo a su lado, y aguardé. No quería que me viera. No quería que me retuviera, otra vez. Porque si se despertaba, no me dejaría marchar. Por supuesto que no lo haría.

Me entretuve imaginando que corría, su mirada torturada en mi espalda, mi nombre resonando en la distancia… eso era imposible. Él no sabía mi nombre. Contuve la risa, asustada, y aguardé con los ojos muy abiertos a que su respiración se volviera constante… lenta… profunda.

Sintiendo los latidos de mi corazón en la garganta, me incorporé de nuevo, esta vez despacio, y sentí como su mano resbalaba de mi cintura. Me pareció que se removía en sueños, y en seguida noté el pánico en mi estómago. No había nada de que preocuparse, me dije. Nunca se despertaba. El latigazo que produjeron los recuerdos en mi mente me convenció para salir de allí. Debía darme prisa. Me deslicé fuera de la cama de sábanas blancas, ya vestida, como recordaba haberme dormido, y de blanco. Atravesé la estancia silenciosamente, y después de la tortura que supuso para mí observarle, atravesé la puerta, con siniestra determinación.

Huí de mi vida.

El pelo negro, más bien largo, desparramado sobre la almohada, el rostro, tan, tan pálido, reproduciendo unas facciones tan hermosas como elegantes, respiración lenta y pausada, el torso desnudo semi cubierto por una sábana de blanco inmaculado, un brazo extendido hacia donde debía estar yo… Su recuerdo parecía estar clavándome algo en el pecho, y finalmente, no pude resistirme a un último vistazo. Me asomé al marco de la puerta, casi con miedo. La apariencia serena de sus facciones fue suficiente para calmarme… y un inesperado movimiento hacia mi imagen en la cama, intentando atraparme en su abrazo, suficiente para espantarme de allí.

Siendo lo más cuidadosa posible con el ruido, y sintiendo que se me empañaban los ojos, huí de la casa. Mi pelo ocultó una última vez la lágrima solitaria al pasillo oscuro, con un movimiento de cabeza. Me las ingenié para no derramar más, no se cómo.

Empujé la puerta, e irrumpí de golpe en la penumbra anterior al amanecer. Eché a andar, cautelosa en un principio, sin importarme nada más. Poco a poco, la determinación de la huída fue guiando mis pasos. Atravesaba las desiertas calles de París vestida con mi fino vestido blanco, perdida en mis recuerdos. De pronto tuve frío, y eché de menos sus cálidos brazos rodeándome… el puñal de angustia volvía a hacer presión en mi pecho, e intenté no pensar.

El amanecer acechaba a la noche. Los jardines que atravesaba parecían despiertos, sin embargo. En el más hermoso silencio. Recuerdos extrañamente borrosos, y peligrosamente cercanos asaltaban mi mente. Nuestros recuerdos…

Le había conocido entonces, sí, aquel día. Cuando ocurrió aquello se alegraron por mí. Merecía ser feliz, decían. A partir de entonces, extrañas coincidencias nos habían llevado a aceptar lo inevitable. ¿Inevitable? Coincidencias, y cada una más sorprendente que la anterior… ¿Coincidencias? La sonrisa amarga surcó mi rostro, en las calles de París. Más imágenes nublaron mis pensamientos, risas cristalinas, una figura hermosa y distante…

Hubo momentos en que perdí el control, y puede que dejara escapar algún grito. Pese a todo, seguí mi camino. Era consciente de a dónde me dirigía, y, sí, lo cierto es que tenía la seguridad, y tal vez la esperanza, de que alguien más también lo supiera.

No podía evitar la despedida. Las gotas de rocío que surcaban la negrura me impedían pensar. Mi rostro reflejaba una serenidad que no sentía, y que era, a la vez, la expresión que más podía acercarse a los turbulentos pensamientos que atravesaban mi mente: la inexpresión. Ignoré todas las sinuosas sombras que me asaltaban entre tanto verde. Como ya he dicho, instantes puntuales me obligaron a desahogarme. Muy puntuales. Recuerdos y sensaciones que creía ya olvidadas sobrepasaban mi voluntad de vez en cuando. Ah, los recuerdos…

Ya no me sentía capaz de más dudas, y poco a poco, mi mundo se fue rompiendo. No era cuestión de sus sentimientos, ¿o sí lo era?, cualesquiera que fuesen. Era cuestión de los míos. Yo era la cuestión.

Me engañaba a mi misma, y lo sabía, el miedo era lo único que me empujaba hacia la torre, y también lo sabía…

Negaba lo único que era cierto, lo único de lo que podía estar minimamente segura, era lo único sincero, verdadero y hermoso que podía afirmar, pero yo lo negaba…

Miedo, un miedo tan intenso como lo era el terror. Ese “miedo” a las arañas que mucha gente afirma sentir, el mismo “pánico” a las alturas que domina a muchas personas. No. No saben nada. Un miedo mucho más profundo de lo que ninguna persona cuerda pueda sentir. Cuerda, esa era la cuestión.

El caos más absoluto y habitual reinaba en mi mente, y, abrazándome el torso en un gesto instintivo, fui silenciándolo, con la mirada perdida en la nada. Me encontré de pronto ante la afamada torre, grande e imponente, a lo lejos. Avancé hacia él. Por fin le veía. En actitud despreocupada, apoyado contra una de las enormes bases, con la ropa del día anterior, como yo. Aquella imagen me hizo daño. Su figura fue tomando mayor detalle conforme me yo me acercaba, con pasos vacilantes. Me detuve, por fin, a cierta distancia. La escena casi me recordó a los paseos por el amanecer de otra ciudad. Pero aparté aquellos recuerdos de mi mente, con cuidado. Sería mejor no pensar, me recordé. Un escalofrío me recorrió entera cuando avanzó hacia mí. Yo también di algunos pasos, titubeante. Me fijé en que su rostro transmitía preocupación, tras aquella máscara inexpresiva. Su mirada se clavaba en mi, haciéndome sentir muy, muy culpable. Tenía el ceño ligeramente fruncido hacia la ceja derecha, como tantas otras veces. Solo que no parecía el de aquellas veces. Aquel Will estaba empezando a inquietarme mucho.

-Hola.- Me sentí obligada a decir. Mi voz me sonó culpable.

-¿Por qué lo has hecho? - Sus palabras parecían querer escaparse de su boca, e intentó disculpar el tono mordaz con una mirada intensa. Yo aparté la mía, dolida.

-¿Qué por qué?- Musité.

- Si. Por qué. Por qué te levantaste en plena noche…

- Está amaneciendo.

- Te fuiste, no dejaste ni una nota, ni…- El volumen de sus palabras iba aumentando conforme hablaba.

- William.- Le avisé, amenazadora y suplicante a la vez.

- ¡Ni un mensaje! Simplemente desapareces. ¿Te das cuenta de lo que sentí al despertarme, de lo que…? - Se calló, sospecho que frustrado. Me atreví a mirarle.- Porque eso era lo que querías, ¿verdad? - Continuó, con palabras teñidas de amargura. Esas palabras, y todo lo que implicaban, hicieron que me quedara sin aire, de pronto. Me giré bruscamente, y las rodillas me fallaron… sentí como me desplomaba sobre mi misma… me abracé las rodillas, sollozando, balanceándome lentamente adelante y atrás… otra vez la opresión desgarradora en mi pecho. Noté que se acuclillaba ante mí, e intenté contener mis sollozos, pero aquello me hacía más daño, así que hundí la cabeza en las rodillas, e intenté imaginarme que estaba sola. Nada tendría que haber sido así, pensé. Podría continuar viviendo en mi mundo de blancura, podría no haberle conocido a él. Podría haber huido del negro, como siempre hacía. Podría…

Cuando me di cuenta, él me acunaba contra su pecho, de nuevo… y tarareaba algo con su hermosa voz de ángel.

-Eh… - Susurró.- no… no…- Ahora su voz reflejaba una ternura más que infinita. Me gustó el cambio.- No era mi intención… ya sabes que… yo… te quiero.

Tuvo paciencia hasta que me calmé.

-Mientras me quieras, yo estaré aquí, siempre que quieras, siempre…-Me hizo levantar la cabeza, con una mano en mi barbilla.- Porque yo puedo entenderte, ¿verdad? Claro que puedo. Pero solo si tú me dejas. - Volvió a estrecharme muy fuerte.- Estaba tan preocupado… tenía tanto miedo… - Su voz se convirtió en un suave arrullo, y finalmente, el silencio nos envolvió a ambos. Aguardó a que yo comprendiera sus palabras, acariciando mi pelo oscuro y largo.

-Vale.- Dije al final, bajito.- Prometo… prometo que seré buena.

Él se rió, aliviado, pero su voz todavía reflejaba nerviosismo.

-Nos vamos a casa.- Anunció, poniéndose en pie, y cargando conmigo. Él, vestido de negro, y yo, con mi vestido blanco, delante de la afamada Torre Eiffel. Supuse que sería una bonita estampa. Sonreí también, cerrando los ojos. Me concentré. Aquello era lo que me convencía de que estaba con él. Nada, simplemente, mi mente estaba en calma. Los abrí de nuevo, y me asusté, porque su rostro estaba muy cerca, pero su mirada de acuarela verde y madera oscura me tranquilizó al instante, y también me puso muy nerviosa. Cerré los ojos justo a tiempo, y dejé que sus labios presionaran los míos un breve instante. Luego, aparté la cara. Se rió de mí, y continuó avanzando hacia los oscuros jardines. Los enormes árboles, que formaban un enorme arco sobre nuestras cabezas, componían una bonita senda, minuciosamente arreglada, con flores a sus pies, o pequeños arbustos. Aquello no me gustaba en absoluto. Todo parecía demasiado perfecto y organizado para ser natural. Y además, era verde. Will me llevaba, caminando despacio por el centro del recto paseo. Todavía nos mirábamos, pero, al empezar a sentir una intensidad sospechosa en su mirada, yo aparté la mía, y lo volví a mirar, cautelosa. Sonrió para si, y levantó la vista. Fue entonces cuando lo vimos. Entonces, en cuanto los dos levantamos la mirada, descubrimos el rosal. El enorme rosal que se extendía a lo largo de los laterales de la senda, interminable. Rosas del más intenso rojo lo poblaban en su mayoría. En su mayoría. Porque entonces ya la habíamos visto. La única diferente.

La rosa negra. Tan hermosa e inquietante que me produjo un escalofrío, primero, y una sensación de fascinación, después.

- Es… negra.- Susurré

Él se había quedado muy quieto observando las rosas. Seguí su mirada, intentando averiguar qué era lo que pasaba por su mente.

-¿Negra?- Le oí sorprenderse. Realmente era una flor muy rara. Pero la sensación que estaba experimentando, algo parecido a cuando te reconoces en un espejo, me impedía sentir otra cosa que no fuera atracción… una alarmante atracción. Algo me decía que por nada del mundo me acercara, que aquella rosa no era normal. Sin embargo, me revolví entre sus brazos para que me bajara. Lo hizo, y yo corrí hasta el rosal, sintiendo la llamada de la rosa, la silenciosa llamada de la inmóvil rosa negra, extendí una mano, que rozó sus pétalos…

Sus firmes y delicadas manos me sujetaron la cintura desde atrás, para alzarme en vilo, pero yo llevé una mano a la suya, en señal de aviso. Por alguna razón, me hizo caso, y se limitó a deslizar sus manos bajo mi pecho y estrecharme contra su cuerpo.

- Tienes que comer más, estás muy delgada.- Me regañó. Pero yo no le escuchaba. Solo tenía ojos para la rosa de pétalos negros, con finas gotas de rocío adornando su superficie. “Es como tú.” Pensé en decirle. - No es negra.- Añadió, en voz más baja.- Es roja, como las demás. Vámonos a casa.- Añadió, suplicante, intuyendo lo que se avecinaba.

- ¿No es… negra?- Comprendí que él no podía verla. Porque estaba en mi mente, claro. Como tantas otras cosas. Dejé caer mi mano extendida hacia la rosa, y me giré con brusquedad, deshaciéndome de sus brazos.

- Eh…- Me llamó, entonces. Sonreía, y señaló hacia el rosal con un movimiento de cabeza, hundiendo las manos en los bolsillos del ceñido pantalón.- ¿Por qué no buscamos una?- Le miré, interrogante. Aquello no me gustaba, sonreía demasiado. - Una negra, claro.- Le dejé acercarse a mí unos pocos pasos. Le miré con desconfianza, pero no había previsto lo que sucedió a continuación. En un movimiento rápido, una de sus manos se aferró a mi mejilla, y me obligó a levantar la cabeza. Tardé algún tiempo en poder respirar de nuevo, pero su figura se pegó a la mía y no me permitió escapar. Me besó de nuevo, insistentemente.

- ¿No quieres una rosa? ¿No es cierto que la quieres?- Preguntó con fiereza, a escasos centímetros de mis labios. - Pues yo quiero otra cosa, pequeña. - Sus labios ardían. Mi mirada irradiaba terror. Quise decirle tantas cosas, quise gritar, quise explicarle por qué una rosa negra, por qué él, que era decir lo mismo, quise que me entendiera, a mí, a la chica de blanco… que había aprendido a amar la oscuridad. Quise que me quisiera, y me odié a mi misma por desearlo. Deseé tantas cosas… pero solo pude responder sus besos apasionados y dejar que sus manos jugaran en mi cintura… él lo leía todo en mi mirada.

- Me quieres.- Afirmó, clavándome una mirada de fuego. - Me quieres… - Repetía, persiguiendo cada paso que yo conseguía retroceder. Mi mano se disparó sola. Impactó contra su mejilla sonoramente, y yo rompí a llorar. En ese momento le vi marcharse para siempre de mi vida; para siempre. Pero de pronto algo me cortó la respiración, y descubrí que era su cuerpo abrazando el mío… y mis manos, inseguras primero, y desesperadas después, se aferraron a su espalda como nunca habían hecho. Sí, era cierto. Le amaba… y tenía que admitirlo. Lloré, más fuerte y durante más tiempo que nunca, intentando transmitirle que lo sentía, que no podía liberarle de mi carga. Buscó mi cara enterrada en su pecho, y aguardó, mirándome a los ojos. Mis labios besaron los suyos, brevemente, antes de que, fundidos en el más profundo abrazo, cayéramos de rodillas sobre la húmeda hierba.

- Tiembla, rosa negra…- Susurró una voz siniestramente segura en mi oído.- estás ligada al sol.

Las almas más puras suelen ser las amantes del negro. De cosas hermosas… como rosas negras. Perdida en el laberinto de mi mente, creo que por fin encuentro la salida a veces. Y se que es gracias a su luz. Aunque solo sea a veces.

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