jueves, 9 de septiembre de 2010

-Suéltame.
Negué con fuerza, moviendo la cabeza como podía sin apartar la cara de su pecho.
-Ana... lo digo en serio.
Me aferré a su espalda.
- Si te suelto... tú volverás a estar ahí, mirándome desde muy lejos mientras yo intento alcanzarte y tú te alejas cada vez más. Y no quiero. Si te suelto ya no serás mío nunca más, y yo pareceré una persona horrible por echar de menos que lo seas... si te suelto, si te suelto... si te suelto te irás.
- Basta.- Me separó de él de un empujón y me sostuvo por los hombros, con mirada dura y manos que hacían daño.- No tienes derecho a decir... ¡no tienes derecho!
- Ya lo sé. - Sollocé.- No tengo derecho a quererte.
Algo en él se relajó de golpe al comprender mis palabras, y agachó la cabeza de pronto, derrotado.
- No es eso. Te perdoné. Me perdonaste. Tienes derecho a todo. Yo... yo solo...
Se sentó en el banco de la fuente, arrastrándome a mí con él; mis hombros aun estaban atrapados. Yo le miraba, impotente. Los dos sabíamos que aquello no funcionaba. Fuera lo que fuera, los engranajes que antes habían cuajado con impresionante facilidad, ahora avanzaban a trompicones, cada vez más atropellados por los intentos de ambos de acompasar su ritmo.
Nos miramos largamente, por primera vez desde hacía meses. Nuestra historia se contaba así, en febrero, marzo y después abril, atascados u odiándonos, luego intentando ser amigos de nuevo. Por alguna razón yo era especial para él y él nunca me soltaba del todo, por alguna razón él... era especial para mí y yo jamás conseguía soltarme de él.
A lo mejor por eso era tan difícil mirarle a los ojos, decidí mientras tragaba saliva y me esforzaba por no traducir mis pensamientos a un lenguaje que pudieran leer sus ojos. En aquel momento suspiraba.
- Ven aquí. - Sus brazos cedieron y yo me estampé literalmente contra su torax otra vez, pero no me importó y le abracé con más cuidado que antes, rozando su cuello con mi mejilla, cariñosa.- ¿Por qué...? - Los dos nos preguntábamos lo mismo. Por qué no funcionábamos juntos y sin embargo era tan difícil estar separados, a lo mejor.
Yo no podía contestarle. Me mordí el labio, indecisa.
- Danos tiempo- Pedí, defendiendo nuestra extraña relación sin saber muy bien por qué. Él rió y me besó la frente. Yo me estremecí, él lo notó. No quise ver su mirada de horror y me hundí más en su cuello, asustada de su reacción.- No, no... no es lo que piensas.- Respiré hondo. Tenía que ser sincera con él de una vez por todas; me aparté de su cuerpo imantado despacio y le miré a los ojos.- Te quiero. Te quiero muchísimo. Pero sigue sin ser lo que tú crees. Tú crees... que estoy enamorada de ti, que quiero volver a donde empezamos, que me arrepiento de haberte apartado, tú crees...- Paré, en su mirada empezaba a intuir un deje de comprensión. Calma, pensé. Bajé un momento la mirada, iba a ser más difícil de lo que había pensado.- Lo que pasa es que tú no lo sabes. Tú no lo sabes, pero eres mi hermano mayor- Solté de un tirón, y luego me levanté muy rápido y eché a correr hacia los arcos y las puertas antiguas que me dejarían escapar de él y toda aquella pesadilla. Pensé que si cerraba los ojos muy fuerte igual me despertaba en la cama, a unos cuantos metros de aquel jardín. Los volví a abrir para no caerme mientras corría; no estaba funcionando. Me mordí el labio y maldije; ya estaba despierta.
Pensaréis que estoy loca, pero lo de haber estado dormida habría sido una posibilidad real, no era la primera ni la segunda vez que me pasaba. Mis sueños... eran muy reales, y a veces la línea entre el sueño y la vigilia era tan fina que en ocasiones me descubría a mi misma haciendo un examen y de pronto despertaba en cama sobresaltada por el despertador. Era confuso, pero a la vez muy fantástico.
Así que cuando empujé la puerta de la residencia y esta no cedió no me sorprendió no encontrar las llaves en ningún bolsillo. El caos, el desorden eran tan habituales en mí.
Intenté aporrear la puerta, pero su mano ya estaba allí para impedírmelo y tirar de mí. A regañadientes, me di la vuelta agachando la mirada, avergonzada y llorosa. Tu otra mano me obligó a levantar la barbilla y enfrentarte. Con pánico, te miré por fin. Sonreías.
Entonces hiciste algo que siempre hacías, algo que me golpeó muy dentro e hizo que mis últimas fuerzas me abandonaran: me abriste los brazos para que yo me lanzara y te abrazara.
Te miré notando como las lágrimas resbalaban por mis mejillas a pares; intenté dar un paso y tropecé. No pude evitar reírme ante la cara de horror que siempre ponías cuando pasaba aquello. Yo llevaba un mes enferma, y las alucinaciones, los mareos y los desmayos eran lo habitual. Como siempre, me recogiste a tiempo y me alzaste con facilidad insultante. Yo me escondí en tu pecho y esperé a que abrieran la puerta para que pudieras llevarme a mi diminuta habitación, meterme en la cama y marcharte. Marcharte. No quería que te marcharas...
De algún modo entendiste mi estremecimiento y dijiste "shhh" en mi oído. No podía callarme si no estaba hablando, protesté yo con la mirada. Él me miró de soslayo, burlón, y luego entró por la puerta que se acababa de abrir, como por arte de magia. Fruncí el ceño. ¿Seguro que no estaba soñando? Solo cuando ya estábamos dentro vi a la niña que cerraba la puerta y salía corriendo envuelta en un vaporoso camisón blanco, idéntico al que había hecho mi abuela para mí cuando tenía su edad. Supe enseguida que aquella niña no podía ser otra que yo, recreada por la alta fiebre, muchos años atrás. Me miré correr por los inmensos pasillos y me sonreí cuando la niña, asustada, se detuvo ante mi puerta. Me miré. Me miró. Al final cedí y la dejé marchar, y en cuanto ella se dio media vuelta, riendo y saltando como me hubiera gustado hacer a mí si ahora tuviera su edad, me eché a temblar en brazos de Ángel. De pronto tenía tanto miedo. Él vio que miraba al vacío y nos sentó muy rápido en la cama, asustado y sin saber como reaccionar. Odiaba verle así, con una mirada impotente e inundada de dolor por mí, pero le necesitaba demasiado en aquel momento como para tragarme mi pánico y dejarle marchar.
No tardé en empezar a emitir gemidos y pequeños gritos de horror; él me abrazaba. Me abrazó como nunca lo había hecho, buscando el contacto y acercando mi cabeza a su pecho con una mano protectora en mi nuca. Me mecía como a un bebé, me di cuenta enseguida, y supe que iba a ser un padre genial.
Cuando me di cuenta él se había recostado contra el cabecero de la cama y yo, tumbada contra él, ya no gemía ni gritaba; lloraba desconsolada y sin saber por qué. A lo mejor precisamente por eso: ahora nunca sabía por qué. Todo era un dibujo sin sentido, mis metáforas flaqueaban cada vez más, lo más intenso se volvía pálido y lo pálido se desdibujaba y desaparecía ante mis ojos.
Estaba perdida. Los dos lo sabíamos; él era tan diferente a mí. Siempre me había preguntado como era que él podía entenderme desde tan lejos. Lejos. La palabra me pinchó en el pecho y me aferré a su jersey temblando.
- Tienes fiebre muy alta. Te pondrás bien. Tranquila... no voy a ir a ninguna parte. - A veces me llegaban palabras preocupadas, algunas ni siquiera tenían sentido. Yo intentaba poner toda mi atención en escucharle, en seguir el hilo de sus frases para escapar a la fiebre y la honda tristeza que, sin saber por qué, me oprimía el pecho.




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