martes, 30 de marzo de 2010

Aún recordaría.

Aquella noche en que el le regaló aquel llamador de ángeles, cuándo le dijo que cada vez que le necesitara bastaría con hacerlo sonar con urgencia, y él estaría allí.
Ella, cuando estaba tan conmocionada que no podía respirar, cuando no era capaz de reaccionar y doblegar al mundo, cada vez que se perdía por su laberinto inglés de perfectos arbustos particular, bailaba con furia. Bailaba, arriesgaba el equilibrio en cada giro, sabiendo que llevaba el colgante (su colgante) alrededor del cuello. Al compás de la campanilla que le haría acudir a él.
Entonces, cuando caía sin aliento lastimándose las rodillas contra la pálida madera, sentía los pasos tranquilos de él acercarse por la espalda.
El frescor de la hierba calmaba el ardor de sus rodillas.
Su sola presencia bastaba para hacerla querer moverse, tener que darse la vuelta para afrontar su llegada. Era como si tuviera que retenerle con la mirada, como si necesitara controlarle con ese contacto visual tan... difícil. Pero trabado.
Como si aquel puente fuera la clave del enigma que los había llevado hasta allí a ambos.
Entonces se sentaban, ella se dejaba caer sobre la columna, castigando la ligereza de su postura con un desgarbado arco de espalda. Él se sentaba con una pierna doblada y una mano clavada en la hierba, como si fuera verano y aquella hierba humedeciese de verdad.
A ella siempre se le olvidaba fijarse en el matiz dorado del cabello de él, que le parecía natural en compañía de sus ojos claros. Mientras hablaban, aún tocaba el cascabel, nerviosa, y sonreía medio turbada cuando él advertía su gesto y reía sin luz.
Aquella vez era de noche incluso en la otra orilla del río, y nadie estaba allí esperándole, pero él había acudido al valle, llamado por el silencio del cascabel.
Hacía tiempo que este no sonaba, y sentía algo en el pecho, ¿tristeza?, que no le dejaba dejar de advertir que ella, su protegida, era feliz sin él.
Ya no le necesitaba.
¿Por qué parecía que ahora era él quien añoraba sus lloros y miradas aterrorizadas, esos brazos que lo asían como si se fuera a desvanecer?
Se encontró deseando topar con un cascabel en el cuello que agitar, y contuvo el impulso de probar a llamarla con pensamientos.
¿Qué iba a decirle? ¿Que la echaba de menos? Ella siempre tenía algo que contarle cuando le quería allí. Es que él... ¿solo la quería a ella sin más?
Al tiempo que pensaba, caminaba a un lado y a otro, apretando los puños con frustración.
Lo que no sabía era que ella ya estaba en el lugar del que él había salido para encontrarla, buscándole a él también.
Se guardó la sonrisa que le inspiró la idea de ella rompiendo a llorar otra vez al ver que él también la necesitaba, que nunca podría abandonar del todo aquella orilla del río porque... la quería.
Era su pequeña, su amiga, comprendió. No quería dejarla marchar. Ni aunque le costara su felicidad aislada en su parte del río, él también la haría feliz bailando entre dos mundos, pensó con despecho.
Quiso reir al comprender por fin por qué no podía alejarse de aquella niña que pedía ayuda todo el rato aún sabiendo lo ocupado que estaba él aquel año, pero solo le salió una lágrima.
Y de rodillas, con la mirada perdida en algún punto del río ensombrecido por la noche, lloró por su amiga. Porque él también. También la echaba de menos.

"Toma. Cuando no puedas respirar, llámame. Tendrás que encontrar la forma de que un sonido tan sutil cruce el río y llegue hasta mí.
¿Pero cómo haré eso?
No lo sé. Solo puedes saberlo tú."

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