domingo, 20 de diciembre de 2009

Himmel

Acunada por el dulce traqueteo del tren, los baches que me hacían temblar por momentos con mi típico miedo. Los túneles que me prestaban (qué majos) un espejo negro en el que mirarme.
Como siempre, llevaba un libro o deberes o algo así para estudiar.
Y como siempre, ni siquiera lo toqué, demasiado celosa de aquel tiempo de anhelo y ilusión que me transportaba lejos, a donde yo quisiera. Como siempre, música a todo volumen, y, como siempre, enfado al empezar a sentir dolor de cabeza por ella, y resistencia ante la idea de permitir el silencio.
Soy así. Aquel era mi tiempo, solo para mí, en el que pensaba.. todo.
Sentía otra vez mil historias fluyendo todas a la vez, y me enfadaba porque no tenía un cómodo teclado en el que escribirlas. Aguardaba la llegada, impaciente. Y no quería que llegase nunca.
Aquel tren era, a lo mejor, felicidad eterna.
Tenía miedo, recuerdo. Tenía miedo de mí misma, de lo que yo pudiera hacer. Un pánico que me aferraba por dentro y me impedía moverme demasiado, como si con un manotazo pudiera espantar al mundo. Qué tonta era. Pero tenía miedo.
Como me había prometido no tenerlo, ser yo, dejar fluír el desastre (ya sabéis), me deshice de la garra de hielo y me permití girar, jugar con el pelo, recostarme de maneras extrañas y extrañar con ellas (y asustar, sospecho) a los pasajeros de los asientos más cercanos (L).
Jugaba a juzgar a todo el mundo, aunque aquello no era novedad, y me sentía tan guapa y natural como cuando me dejo sin respiración al mirarme en el espejo.
Uy, otro túnel.
Viajaba hacia... mi cielo. Era un lugar donde daba igual el tiempo que hiciera, si nevaba o granizaba, porque la urbe me mimaba y me consentía con un cariño que no creía merecer. Aquellas tardes de lluvia sin chaqueta, llegar empapada a las doce de la noche por jugar con la bola de agua, sentirme libre aunque solo fuera un cuento con final, una farsa.
Si me lo decía aquella ciudad, me lo creía todo.
Estaba llena de bosques, me gustaba pensar, me dejaba respirar. Solo imaginar las mil escenas que recreaba yo sola en aquellos parques, me llenaba de deleite y felicidad.
Eran posibilidades eternas, como yo.
Aunque el tiempo apremiaba. Mi eterno rival, siempre soltando latigazos al corazón. Era cruel, ¿sabéis? Como esos malos sin rostro, que lo único que sabes es que necesitas detener.
Aun quedaba una hora y media para empezar a vivirlo y ya me estaba rompiendo el sueño. ¿Veis? Cruel.
Me palpaba la cara, nerviosa. Menos mal, estaba bien. No quería ni pensar en despertarme otra vez con la mandíbula hinchada. Eso sí que me hizo sentir pánico.
Y estación tras estación... mi nerviosismo aumentaba. Excitada, comprobaba el móvil una y otra vez. Caía en la cadencia de canciones lentas, salía otra vez al rey del pop. Calmaba a la niña que retorcía una mano con la otra, histérica, dejándole escuchar su canción... a la vez que tenía mucho cuidado de no tropezarme con cierta voz, de mantener el sedante funcionando.
No me convenía nada de nada que se despertara ella. Solo pensarlo hizo que me estremeciera.
Me sentí como si fuera a vender mi cuerpo al diablo sin yo saberlo. Otro escalofrío. Como si fuera a firmar mi sentencia de muerte influenciada por el efecto de algún alucinógeno.
Alejé todo aquello de mí aterrorizada, no me gustaban aquellos sentimientos. Los conocía demasiado bien, y me hacían llorar.
Y no quería llorar. Quería gritar de alegría, ¿os acordáis?
Llegaba a la estación y en dos abrazos se fundía mi mundo.
Podría avecinarse el fin del mundo... y yo no hubiera salido de aquellos brazos para correr.
La felicidad estaba en aquella estación, en aquel cielo nublado (cómo no), que me ocultaba a mi mundo.
Otro escalofrío, al pensar en el momento en que volvería a pisar aquel suelo de alegría y optimismo. Al pensar en todas las veces que me habían arrancado de aquel mundo, que llamaba mío.
Cuánto dolería esta vez... sentirme arrancada del cielo.

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