miércoles, 10 de febrero de 2010

La hora.

Era la hora de estudiar pero yo lloraba escondida en un rincón de mi cama, temblando entre sollozos y miedo a que sonara el chasquido de la puerta al abrirse.
A la hora de cenar yo solo quería asomarme a la ventana y contemplar la ciudad, que debería estar durmiéndose en la oscuridad, despierta y centelleante desde la enorme altura de mi edificio, que me dejaba abarcarlo todo con el desdén de una mirada.
Cuando llegaba la hora de dormir no podía o no quería, debía estudiar o solo quería irme un rato a mi mundo de ilusiones que se pinchaban después como un globo de helio, y dejaban ojeras por cambiar horas de sueño por soñar despierta.
Hora de convivir en familia, pero yo no quería, mi familia no existía. Aquello solo abría más el vacío en el lugar donde guardaba el calor del hogar... cada vez menos nítido.
En el colegio, cuando llegaba la hora de atender al profesor era cuanto más valían los sueños de cinco minutos, improvisados en un par de frases dibujadas en la agenda.
Pero era la hora de estudiar, y con otro sueño resquebrajándose en mis manos solo quería llorar. Llorar me sacaba de mi cabeza, había aprendido. No era algo que defendiera más que artística o necesariamente, pero sí, me arrancaba de donde estuviera y me obligaba a avanzar.
Así que lloraba en mi escondite favorito, "dormir". Allí nunca nadie podría encontrarme.
Sabía que estaba cayendo y no hacía nada por evitarlo, solo dejarme caer y quedarme allí, inerte, sin buscar más, sin importarme que fuera menos.
Era la hora de estudiar y yo me aferraba a una canción y a mi torso, los dos inestables.


No hay comentarios:

Publicar un comentario