martes, 2 de febrero de 2010

La niña de la sonrisa rota.

Érase una vez una niña, que todas las mañanas en el autobús imaginaba una escena imposible, los preliminares de un beso, y el recuerdo de una esquina hecho realidad, todo a la vez.
No había contacto, rara vez se tocaban solamente las manos los protagonistas de su insulsa pesadilla, pero aquel sueño... o recuerdo, no lo sabía muy bien, la hacía estremecer.
Era un deseo a contrarreloj, fusilado por las circunstancias de un romance deshilachado en cadenas de oro, errantes por el basto mar de la memoria. Eran hilos dañinos, acuchillaban el corazón de la joven cada vez que el sol, magnánimo, les arrancaba un brillo contorsionado.
Poco a poco... muy poco a poco aquellos hilos de luz fueron amargando la de ella, su sonrisa, de exultante pasó a tibia, de tibia a clara. La claridad dio paso a la nostalgia, después, la tristeza la inundó sin remedio.
Porque eran hilos de luz. Ella lloraba de noche, dormía entre lágrimas reales y soñadas, porque nadie habría entendido su llanto de haberlo gritado a la luz del sol. Sí, magnánimo, dicen que no juzga, que es bueno, eterno y verdadero, el bien de Aristóteles, pero no les hagáis caso. Es mentira. Juzga con su sonrisa cada mañana, iluminando la miseria de la niña y haciéndola sentirse sucia, sentirse usada, sentirse vana y vacía.
Y ella solo puede suspirar. Cuando la luna ya la había calmado en su cuna, cuando al fin el sueño había vencido sobre el dolor del suyo roto, sale el sol con su desprecio y elegancia, difundiéndose más y mejor que todos. Suspira, es de día. Es hora de dormir... susurra la luna con su último aliento, tratando de proteger a su niña, a su pequeña dama.
La niña la oye, se estremece, de terror al vislumbrar la luz por entre las pestañas, pero sabe que la luna no miente. Está sola en la oscuridad, y ¿cómo iba a mentirle a ella?
A la única que compartía su eterno dolor. A lo mejor también su locura, con el tiempo, y el tiempo, y el tiempo condenada a padecer de lo mismo.
¿Cómo iba a engañarla la luna? El joven astro era la única que sabía, como ella, lo que era aquello. La única que compartía su horrible secreto, la única que entendía su desesperación.
Al fin y al cabo, quién sabe mejor que la Luna lo que es una sonrisa rota.

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