miércoles, 20 de enero de 2010

Odio.

La verdad es que es recurrente como la más insulsa pesadilla, abominable en su insignificancia, insignificante, su significado alterno entre pasión y terror.
Dos ideas tan claras como aclara el viento tras una tarde de café y parálisis, de estupor frente a mil hojas, o una pantalla muerta, o ya no sé. No, no sé. No sé si le extraño, si le odio, si le amo.
¡¿Que si le amo?!
La mente a veces se me escapa, traduciendo arte. Todo se confunde, en arte, siempre vale, bólido inválido entre cavernas platónicas. Dicen que pinta, pero mienten, no dibuja sombras, destroza universos con tan solo una. Pincelada.
Dicen que miente... pero mienten. Es el único que silba la verdad, diciendo que ella también miente, porque no hay verdad, no hay mentira, ni sol ni sombras, tan solo sinapsis, telarañas traducidas.
¿Que qué silba? Pues silba, su deidad, nadie puede encarcelarlo.
Y como todo, se pierde en el tiempo. Pero sigue morando, allí donde esté, infinitas mansiones góticas, ataúd que aguarda su des-entierro.
Se siente solo, si no le miran, para ayudarle a cambiar, pincel dormido es pincel muerto, pero silba, deidad única, que solo hay que saber mirar.
Para encontrarle.
Su secreto... siempre está.

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